Una de las suyas…
De ella le leí una vez a Antonio Burgos algo así como que más bien pareciera una estudiante que el miércoles se examina de selectividad o una niña de COU que se ruborizara por sacar tan buenas notas. En contraste, el escritor andaluz –al que me honro en conocer desde una tarde grisácea cuando nos presentaron a la vera del Guadalquivir, en la Sevilla inmortal que tan bien él detalla– ha comparado su voz con la de las grandes, tan grandes, algunas de las cuales ya se nos fueron: Concha Piquer, Rocío Jurado, Rocío Dúrcal… A todas y cada una de ellas las homenajea ella en sus conciertos, evocando sus coplas con delirio respetuoso. Otra de esas grandes, por fortuna, aún esta con nosotros: es María Dolores Pradera, de la que escuché su voz en directo, hace ya una década, en un teatro norteño, y se me quedó grabada, imborrable por siempre.
También dijo de ella Burgos que, como dejó sentenciado la Piquer, canta con la cabeza y que lo hace con eso y con el corazón, a pesar de que algunos sostengan que es en el cerebro donde se paren los sentimientos y no en tamaño músculo ventricular.
Ella es malagueña y tiene porte parecido para cantar como el de un granadino garboso, que quizá pasó a mejor vida, y que nos embelesó en su día: Carlos Cano, ese poeta al que oí desmenuzar sus letras andaluzas y habaneras una noche de invierno, en el teatro Bretón logroñés, a tiro de piedra de la afamada calle Laurel, la de la senda de los elefantes.
Anoche la escuché cantar a ella en mi tierra. Y no decepciona. Su elegancia está dentro y fuera del escenario. Pocas se mueven con tanto estilo y delicadeza sensual por las tablas, hasta para retirar un pie de micrófono. Quizá porque la belleza, como escribiera Ibsen, suele ser siempre un acuerdo entre el contenido y la forma.