Las rebajas de la crisis

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Las rebajas ya están ahí, a la vuelta de la esquina. Las encuestas de las organizaciones de consumidores nos avanzan que los españoles nos gastaremos de media unos 90 euros, apenas un 5% menos de lo que lo hicimos el año pasado. Sí, hay crisis, pero quién se resiste a no dejarse caer por esos grandes almacenes o esas tiendas callejeras donde hallaremos cosas irresistibles.

Se nos anuncian para este verano agresivos descuentos que, en algún caso, he podido ver plasmados en carteles de establecimientos que exclamaban chillones ¡hasta un 70% de rebaja!

Como los tiempos están como están, la gente dice a los encuestadores que huirá de las marcas, que comprará lo más rebajado y sólo lo que realmente precise. Como declaración de intenciones, bien está. Otra cosa será la cruda realidad una vez que vayamos, veamos y toquemos.

Dice la estadística que las mujeres suelen profesar mayor devoción a las rebajas que los hombres, y que la ropa y los complementos se llevan la palma en su voracidad consumista. Lo dicen los expertos, quienes advierten además que nosotros estamos más, en los últimos tiempos, como por la tecnología.

Para estas fechas, las organizaciones de consumidores nos recomiendan un consumo racional, calculado y exigente. Poca gente conoce aun hoy sus derechos, máxime en tiempo como el que se nos avecina de precios súper-rebajados. No nos aclaramos suficientemente con las garantías y desconocemos, por ejemplo, que éstas han de ser por un periodo de dos años, mientras que si tenemos que reclamar durante los primeros seis meses, ha de ser el comerciante el que deba probar que el defecto del producto sobre el que se reclama no es de fabricación.

Se insiste en revisar las etiquetas en las prendas, donde ha de figurar la talla, la composición y el tratamiento aconsejable de lavado. Y otro consejo es que, como siempre, guardemos los justificantes de compra por lo que pueda pasar después, para que no nos llevemos sorpresas desagradables a la hora de tramitar una posible devolución.

Todo está listo. Mañana arranca el grueso de estas rebajas en las que no faltará esa imagen, tan emblemática ella, de unas puertas que se abren en el gran almacén de Preciados, pongo por caso, para que irrumpa atropellada una multitud veloz, ávida de hacerse con sus chollos, sus gangas o sus bicocas.

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¡Ay, estos periodistas, que todo lo cuentan!

El rey del Demerol

Michael Jackson

Con la progresión que llevaba su vida, lo insólito hubiera sido que Michael Jackson hubiera muerto octogenario, en una residencia privada, mientras escuchaba una y mil veces sus sonados éxitos en un artilugio de vanguardia de la época. Lo digo por aquello del refrán de que quien mal anda, mal acaba.

Los escarceos musicales del pequeño Michael derivaron en una borrachera de la que sólo este tránsito final pudiera despertarle. Desde los míticos Jackson Five, que en dibujos animados ya veía en mi niñez y en blanco y negro, hasta el esperpéntico personaje en que se convirtió posteriormente, media más que un abismo. Si es verdad que al pequeño Jackson le hurtaron su niñez y que de ese déficit surgía su permanente espíritu peterpanesco, no lo es menos que la supuesta candidez de esa actitud ante la vida chocó frontalmente con episodios de más que dudosa catadura y que sólo el dinero y los abogados tratantes supieron ocultar.

Michael Jackson fue un gran artista, eso nadie lo cuestiona. Pero como persona, dejó bastante que desear, aparte sus dotes filantrópicas y solidarias. Un negro que quiso ser blanco, viviendo en Neverland el cuento de las mil y una noches, con aderezadas dosis hipocondríacas y un médico siempre a su lado que de bastante poco le sirvió cuando la parca, casi por sorpresa y como siempre sin previo aviso, vino a llamar al pomo de su muy lustrosa puerta.

Los 40 años del teleférico

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Cuando en nuestra niñez viajábamos con mi padre a Madrid, una de las cosas que a los chicos de pueblo nos fascinaba era el teleférico. No sólo eso, claro está. De la gran capital nos deslumbraba además el Zoológico, el Parque de Atracciones o el Museo de Cera. A todos esos lugares nos llevaban nuestros padres pacientemente, junto a mis primos, en aquellas estancias cortas en el tiempo pero intensas en emociones. Otra de las visitas inolvidables –aunque no por el resultado final– fue al estadio Vicente Calderón para presenciar un Atlético de Madrid-Real Murcia en el que los colchoneros nos zurraron la badana por 4 a 1.

Pero vuelvo al principio. El teleférico, ese artilugio que a través de los cables recorre buena parte del pulmón madrileño, cumple hoy 40 años. Se estima que, a lo largo de esas cuatro décadas, unos 10 millones de personas nos habremos subido a sus cabinas.

Saliendo del Paseo del Pintor Rosales, sobrevolábamos cual Peter Pan el Parque del Oeste y la Rosaleda; la estación ferroviaria de Príncipe Pío y las ermitas de San Antonio de la Florida. Atravesábamos el río Manzanares camino de la Casa de Campo y acabábamos el viaje en la plaza de los Pasos Perdidos.  Era increíble. Desde lo alto contemplábamos alucinados el Ministerio del Aire, donde trabajaba mi tío, así como el impresionante Templo egipcio de Debod, los edificios emblemáticos de la Plaza de España, el majestuoso Palacio Real, la Catedral de la Almudena o la Iglesia de San Francisco el Grande.

Aquel trayecto resultaba iniciático para quienes aún no habíamos volado en avión. Es más: desde las cabinas, nos creíamos pilotos imaginarios en vuelo rasante por una gran urbe que tantos misterios encerraba a nuestros ojos infantiles.

Cuarenta años cumple el teleférico, una infraestructura con tecnología punta, aseguran todavía hoy, algo que nos dejaba boquiabiertos cuando el mundo estaba presto a abrirse ante nosotros, inmersos como nos hallábamos en la inocente inconsciencia de aquella época.

Ahora, todos ‘kadarenólogos’

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En su Patente de corso de la semana pasada, Arturo Pérez-Reverte desenmascaraba a toda una pléyade –oportunistas los definía él– de pseudoexpertos en escritores que saltan a la popularidad desde el desconocimiento casi absoluto, en muchas ocasiones no exento de probada calidad literaria. Leí el artículo de marras entre bocado y trago, mientras almorzaba, al socaire de lo que al autor le sucedió para gestarlo, compartiendo mesa y mantel, como estaba en plena cena, con Javier Marías.

Refiere Pérez-Reverte el adjetivo imprescindible, de obligada aplicación para estos casos. Resulta que sale a la palestra un señor por alguna circunstancia con un centenario, una película o una reedición oportuna”, dice él, y aflora una legión de escribidores lisonjeros. Pone como ejemplo al narrador de discutido origen, afincado en México y de éxito en los Estados Unidos, Bruno Traven (1890-1969), un autor “maldito y marginal” a quien debemos obras como El tesoro de Sierra Madre, cuya reedición acaba de provocar, denuncia el cartagenero, una cascada de travenología y travenólogos eruditos en la materia. Ni que decir tiene que a Traven lo han adjetivado ya de imprescindible.

Viene todo ello al caso por la reciente concesión del Premio Príncipe de Asturias de Literatura al escritor albanés Ismaíl Kadaré en torno a quien surgen, como capullos en flor, multitud de especialistas y entendidos en su figura y obra. Aun cuando las crónicas hablan de una treintena de títulos suyos publicados en nuestro país –su traductor es Ramón Sánchez Lizarralde–, de escasos ejemplares disponían las librerías que consulté en las últimas horas. Pero es igual: los kadarenólogos ya están a lo suyo y los panegíricos inundan las páginas de los diarios que ojeo desde que este miércoles saltó la noticia. Y habrá que resignarse. Qué otro remedio nos queda.

Verano del 57

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Blowin’ in the wind /Bob Dylan

Ahora resulta que subastan el primer poema que escribiera un tal Bobby Zimmerman en el verano del 57. Lo que le llevó a escribirlo fue algo tan inocente como la muerte de un perro que pertenecía a un niño. Así de sencillo. Así de llano. Lo tituló Pequeño amigo. Él era un adolescente que andaba de campamento estival en Wisconsin y aquel texto vio la luz en un periódico local. El original constaba de dos folios, escritos a tinta azul. Su editora tuvo la santa paciencia de guardarlo como oro en paño durante medio siglo para, ahora, llevarlo a la subasta en Christie’s. Quien se lo ha llevado ha pagado la nada desdeñable cifra de 12.500 dólares. La editora del periódico en el que aquel poemita vio la luz hace ya tanto, ha argumentado que con lo recaudado intentará tapar agujeros.

Lo de menos es la historia, si no fuera porque su protagonista es hoy poco menos que una leyenda de 68 años que responde al nombre artístico de Bob Dylan, el Bobby Zimmerman del verano del 57, el de los versos adolescentes sobre el óbito del mejor amigo del hombre, plasmado en apenas dos hojas y escrito en una indeleble tinta azul marino.