El pasado nunca muere

Martí de Riquer con Carlos Sentís, en 1939

Martí de Riquer con Carlos Sentís, en 1939

Ernst Jünger vivió su longevidad intentando ahuyentar los fantasmas de su pasado. La intelectualidad alemana, tras el ascenso de Hitler al poder, se dividió entre el exilio y los que permanecieron en aquella hórrida Alemania.  En esos años, a Jünger le propusieron ingresar como miembro de número en la Academia Prusiana de las Letras, e incluso presidirla, una invitación que él rechazó. La institución había sido purgada de posibles disidentes, como Thomas Mann, y sólo ocupaban sus butacas escritores afectos al Tercer Reich. Otra oferta suculenta que recibiría entonces fue la de entrar en el Reichstag, el parlamento alemán. El filósofo y escritor, harto de que los nazis manipularan sus escritos, se dirigió al periódico del partido exigiendo que dejaran de publicarlos. En su obra ‘Blaetter und Steine’ (Hojas y piedras), Jünger dejó constancia de su frontal rechazo al antisemitismo.

Hace unos días fallecía en Barcelona el medievalista Martí de Riquer. Como Jünger, que murió con 102 años, casi centenario. La Guerra Civil española le sorprendió en su ciudad, en la que estuvo destinado en el servicio de salvamento de archivos de la Generalitat. El decurso de los acontecimientos le llevó a alistarse en el Tercio de Requetés de Montserrat. Aseguró que lo hacía huyendo de la barbarie del bando republicano, sobre todo ante lo que supusiese cuestión religiosa. Combatió en la encarnizada batalla del Ebro y resultaría mutilado de una parte del brazo derecho. Entró en Barcelona con el Ejército victorioso, fue delegado de Propaganda de la Falange y, tres años después, ingresó en su Universidad como profesor. Nueve años después accedió a una cátedra. ‘El Quijote’ o ‘Tirant lo Blanc’ fueron dos de sus pasiones. Y su edición del primero, acaso memorable.

Jünger y Martí de Riquer guardan el paralelismo de haber vivido con la rémora del pasado. Pocos, incluso sus más exacerbados antagonistas, dudan de su calidad intelectual. En el caso del escritor alemán, se le acusó de ser una especie de intelectual ‘anarco aristocratizante’, no exento de un cierto dandismo esteticista trufado de dosis de antiliberalismo. En cuanto al filólogo, que nunca desdobló su condición de catalán y español, hasta los más acérrimos adversarios ideológicos reconocerían su aportación a la lengua y literatura catalanas. Sin embargo, siempre quedaba un ‘pero’ en ambos casos. Quizá porque como escribiera Faulkner, el pasado nunca se muere porque ni siquiera es pasado.

[‘La Verdad’ de Murcia. 23-9-2013]

Gafapastas

Cristiano Ronaldo con gafas

Cuando en el verano de 1992 Benito Floro fue contratado por el Real Madrid que presidía Ramón Mendoza, el hasta entonces técnico del Albacete Balompié se llegó hasta una óptica madrileña y se hizo con unas estilosas gafas. Lo curioso es que sus lentes no tenían graduación alguna. Y es que Floro carecía de miopía, de hipermetropía e incluso de astigmatismo. Alguien debió sugerirle que, con ese ‘look’, el asturiano se dotaría de una mayor ‘intelectualidad’ en el siempre imponente banquillo merengue. La anécdota fue la comidillla en aquellas fechas, como este domingo fueron las gafapastas con las que Cristiano Ronaldo se plantó en el acto de su renovación que, por la expectación despertada, casi lo pudiéramos comparar con la entronización de Napoleón en Notre-Dame.

Ya sabemos que las tristezas de las que CR7 hablaba hace ahora un año, con pan, siempre serán menos. Ganar 17 millones de euros anuales no es cualquier cosa. Fíjense si no lo es que hoy mismo he escuchado en una radio que, con lo que va a percibir el excéntrico deportista de Funchal, se podría abonar la ficha de toda la plantilla que actualmente conforma la selección española de baloncesto y que estos días disputa el Eurobasket en Eslovenia.

Que Ronaldo es un formidable futbolista nadie lo duda. Lástima que su calidad en el terreno de juego no se corresponda con su empatía, en general. Lo de las gafas será sólo anecdótico, pero evidencia que muchos de esos a los que nuestros hijos tanto admiran son acaso como niños grandes, tan caprichosos ellos, que de vez en cuando, incluso, hasta se nos enrabietan para que les den lo que quieren.

Salinger definitivo

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“Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.”

La editorial Seix Barral va a ser la encargada de publicar en nuestro país ‘The Private War of J.D. Salinger’, una obra adquirida a precio de oro por la productora The Weinstein Company, Simon & Shuster y la compañía de televisión PBS American Masters. La edición norteamericana vio ayer la luz y la película se estrenará este viernes en los Estados Unidos. En 750 páginas se condensan 15.000 folios de entrevistas a unas 200 personas relacionadas con el autor, junto a 167 fotografías inéditas, además de diarios, cartas y otros documentos.

Cuando Salinger desembarcó en Normandía lo hizo con los seis primeros capítulos de su obra más emblemática, ‘El guardián entre el centeno’ (1951), en sus bolsillos. El escritor reconocería en una carta que hizo llegar a un antiguo profesor de Literatura que la historia de Holden Caulfield  siempre le acompañaba como su razón principal para sobrevivir. Suponía un canto a la rebeldía juvenil en un mundo ‘falso’ que diseñan los adultos. Sin embargo, determinadas circunstancias (algunas de ellas trágicas) acrecentaron la leyenda de esta obra. El lunes 8 de diciembre de 1980, el asesino de John Lennon, Mark David Chapman, llevaba consigo un ejemplar de la novela cuando cometió el crimen a las puertas del edificio Dakota. Cinco balas disparadas con un revólver 38 Special de Charter Arms acabaron con un sueño. Tras acribillar al cantante, la policía localizó a un Chapman circunspecto, sentado en la acera, con el libro en sus manos y una enigmática dedicatoria en su interior, escrita por él mismo: “Para Holden Caulfield. De Holden Caulfield. Ésta es mi declaración.”