El alzhéimer dulce

Nunca podremos saber si el final de nuestros días se asemejará al de Augusto Góngora. En mayo del año pasado, este periodista chileno falleció a los 71 años de alzhéimer, una enfermedad que en palabras de su esposa, la actriz Paulina Urrutia, supone una muerte a cámara lenta. A Góngora se la detectaron en 2014. Desde entonces, él y su entorno asistieron a su progresivo deterioro. La cineasta Maite Alberdi dirigió en 2023 un documental, ‘La memoria infinita’, basado en ese periodo de la vida del periodista, que por momentos resulta desgarrador. Góngora accedió a que su experiencia tuviera visibilidad, sin ningún tipo de vergüenza, por si ese testimonio pudiera servir a otros. Su mujer cree que la gente le tiene más miedo al alzhéimer que a la propia muerte. 

 A Augusto Góngora se le debe buena parte de la documentación gráfica de los atropellos a los derechos humanos cometidos por el régimen del general Pinochet. Durante años recorrió el país clandestinamente para grabar la barbarie que, como consecuencia del golpe militar del 11 de septiembre de 1973, se apoderó del país andino. Restablecida la democracia, desde 1990 Góngora se dedicó a la difusión de la cultura en la televisión estatal, a través de programas que contaron con notable respaldo de la audiencia, quizá para desintoxicarse del horror que tuvo que conocer en primera persona.

 Si había dos cosas que apasionaban a Augusto Góngora, aparte del periodismo, eran los amigos y los libros. A lo largo del documental, de 85 minutos, ambos resuenan en medio del caos al que la enfermedad somete a su cerebro. Echa de menos a sus conocidos, que cree que le han abandonado, mientras permanece recluido con Paulina en casa durante la pandemia, y piensa que su biblioteca puede correr el riesgo de desaparecer.

Su hijo Cristóbal contó que tenía un resorte infalible para que su padre recordara el pasado, eludiendo los vacíos cognitivos: evocar el penalti que Carlos Caszely falló en el Mundial 82 en España. Fue frente a Austria, selección que derrotó a Chile por 1-0, lo que abrió el camino de su eliminación. Al exjugador del Levante y Espanyol, que no volvió a lanzar más desde los once metros, le perseguirá aquel yerro a lo largo del resto de sus días. Y Góngora solía sonreír al recordarlo.

Un amigo entrañable, que se adentra en las fangosas aguas en las que lo hizo el periodista chileno, me confesó hace unos meses que se le había olvidado la tabla de multiplicar. Él, que lo ha sido todo en lo suyo, me lo dijo en voz baja, pesaroso y casi diría que abochornado. “¿Y para qué vas a necesitar multiplicar a estas alturas?”, acerté a responderle a modo de aliento. Ambos acabamos riendo al unísono.

Hace unos días, el crítico de cine Carlos Boyero le contó a Carlos del Amor en ‘La matemática del espejo’, en La 2, el desgarro que le produjo en su vida el alzhéimer que afectó a su madre y a su tía –”que era como otra madre para mí”, dijo, algo en lo que me vi reflejado-. Boyero, tan ácido a veces, transmutó en un ser adicto a la ternura cuando habló emocionado de “un alzhéimer dulce”, para referirse al que padecieron aquellas dos mujeres, que en su enfermedad, explicó, siguieron siendo muy buenas personas. “Eran dos ángeles, dos vegetales pasivos a los que la sonrisa nunca se les fue”, añadió. Pensé en las mías y en cómo mi tía consumió sus últimos días asida a una cama, consumiéndose como una vela, hasta apagarse del todo la llama con que nos iluminó en los días felices y también en los naufragios. Mi madre, su hermana, que emprendió el mismo camino hace más de año y medio, ya no recuerda mi nombre. Sin embargo, conserva la sonrisa cada vez que me ve entrar en su habitación. “Siéntate aquí que te vea”, me ordenó un domingo de la pasada Navidad, mientras los rayos de sol se colaban tibios por la ventana. Y añadió con voz queda: “Sería muy triste que me fuera y olvidara tu cara”.

Una vez leí un razonamiento, en algún sitio, que se me quedó grabado para siempre. No importa que te olviden, ni quién ni por qué; lo importante es que tú no olvides nunca a los que nunca te olvidaron, y mucho menos a aquellos que sí lo hicieron sin importarte sus porqués. Quizá ahí resida la clave de bóveda de muchas cosas.

[‘La Verdad’ de Murcia 11-5-2024]

Serrat y Galiana, algo personal

Quizá entre Joan Manuel Serrat, premio Princesa de Asturias de las Artes, y yo, deba haber algo personal. No tanto como lo que hace tiempo expresó su ácida letra en una canción que lanzó, en 1983, dentro de su álbum ‘Cada loco con su tema’. Casi a finales del verano del año siguiente, el cantautor catalán vino a la Región para actuar en las fiestas de Molina de Segura. Lo desperté a mediodía, en su hotel de Murcia, tras cantar la noche anterior en Alicante, para entrevistarlo por teléfono en la radio. Me atendió con amabilidad, a pesar de ello. 

Hablamos entonces, entre otras cosas, de su amistad con José María Galiana, aquel otro cantautor que recuperó la poesía del exiliado archenero Vicente Medina, poniéndole música, y que hoy permanece casi en el olvido. Me refiero a Galiana, que murió hace cuatro años en plena pandemia por coronavirus, en una residencia de mayores en la que estaba ingresado debido a lo avanzado de su alzhéimer. Tenía 75 años y dejaba tras de sí un legado musical en el que también poetas como Miguel Hernández, Eliodoro Puche o Julián Andúgar, entre otros, tuvieron su lugar.

En diciembre de 2021, el Teatro Circo de Murcia acogió un homenaje al cantautor fallecido. Lo organizó la asociación Murcia Folk y contó con el apoyo del Ayuntamiento de la capital. Allí estuvieron el arreglista de Serrat, que también trabajó con Galiana, el barcelonés Ricard Miralles, y el abaranero José Parra Molina, su primer mánager, toda una institución que aún puede contarlo a sus 88 años de edad.

Hace dos años, Serrat inició en la Plaza de Toros de Murcia una gira de despedida de los escenarios españoles, tras hacerlo en varios países de Latinoamérica. Solo accedió a conceder una entrevista esa tarde y yo tuve el privilegio de poder hacérsela, para firmar luego una pieza en el Telediario de TVE. Volvimos a hablar de su amigo Galiana: “Guardo de él muchos recuerdos, muy buenos y entrañables. Los que uno puede guardar con un amigo con el que ha compartido cosas muy entrañables en la vida. He compartido un oficio, una relación familiar con él, con Mercedes y con sus hijos. Lo que conozco de esta tierra y de sus delicias lo conozco por los amigos que aquí he tenido. Y sobre todo por José María Galiana”, me dijo a pocos minutos de salir a escena.

Meses antes del homenaje antes citado en el teatro de la calle Enrique Villar, su hija Noemí reconoció a Pura Hernández-Gil, durante una entrevista, que a su padre le costó mucho aceptar la enfermedad. Y que una vez que fue consciente de ello comenzó a hacer planes, como volver a ver el mar, visitar pueblos, comer con amigos o ir a los toros. Noemí confesó entonces que le hubiera gustado saber qué sintió su padre cuando le diagnosticaron el alzhéimer, pero que no se atrevió a preguntárselo: “Lo que pensó cuando supo que acabaría sus días siendo otra persona”, explicó conmovida.

Resulta evidente que, por las circunstancias que rodearon aquella pérdida, Galiana hubiera merecido algún reconocimiento de mayor fuste. A su bagaje cultural se unió su bonhomía. El maestro de periodistas que fue Pepe García Martínez despidió así al amigo con una sentida Zarabanda en La Verdad: “Casi al alba de un Aute también ido, un Domingo de Ramos sin ramos, tomó la palma y (a los sones del pasodoble que le hizo al torero solícito que fue Cañitas) emprendió su viaje a las estrellas”. ‘Un pito y una espada’ tituló aquel singular obituario, jugando con la estrofa de ese himno oficioso que Galiana dedicó al bullicio del Entierro de la Sardina. “Una verdad como un soplo”, tal que nos dejara dicho el que fuera pastor de cabras y de sueños en el campo de Orihuela.

[eldiario.es.Murcia 3-5-2024]

Una idea sobre el Mundial 2030

Resulta evidente que cuando los políticos de esta Región se ponen a proyectar y presupuestar infraestructuras, hay que echarse a temblar. Baste como ejemplo el aeropuerto de Corvera o la desaladora de Escombreras. Ahora andan enfrascados en pelear por que el estadio Enrique Roca -antes Nueva Condomina- pueda albergar partidos del Mundial de fútbol que se disputará en 2030 en España, Portugal, Marruecos, Argentina, Uruguay y Paraguay. 

Echando cálculos, la inversión en la capital murciana rondaría, como poco, los 70 millones de euros para, entre otras cosas, ampliar la capacidad del graderío en más de 10.000 asientos, colocar un videomarcador de 360º, construir un anexo de tres plantas en unos 15.000 metros cuadrados o acondicionar el aparcamiento, entre otras muchas mejoras necesarias. El Ayuntamiento quiere una implicación efectiva de la Comunidad Autónoma y del Estado para firmar el denominado Contrato FIFA. Pero unos y otros no terminan de ponerse de acuerdo, en especial los moradores de la Glorieta y San Esteban, aun siendo de la misma cuerda. Y ya no digamos los de La Moncloa.

Inaugurado en 2006, el estadio murciano tiene una capacidad que ronda las casi 32.000 localidades, asientos que prácticamente nunca se han cubierto en su totalidad. Para colmo, el equipo titular del mismo, el Real Murcia, ha vivido a lo largo de estos años sumido en una travesía del desierto, de la que aún no se ha recuperado, instalado en la Primera RFEF pero jugando en un campo que ya quisieran muchos equipos de la Liga. Y luego está el componente de atracción futbolística para los que argumentan los pingües ingresos que uno o dos partidos del Mundial 2030 pudieran reportar a Murcia a través de la llegada de aficionados y turistas. Porque, ¿se imaginan ustedes un encuentro entre una selección africana y otra asiática en el Enrique Roca? Por ejemplo, un Senegal-Irán. O un Túnez-Corea del Sur. Ya no es solo el atractivo en lo meramente deportivo, es que me cuesta imaginar una riada de personas que llegaran procedentes de esos países y la de euros que dejarían en las arcas de los hoteles y restaurantes de la ciudad y alrededores.

Sinceramente, emprender una inversión de esa envergadura en un proyecto que no deja de ser aventurado me parece arriesgado, si no quimérico. A ello hay que añadir que estas infraestructuras no se llegarán a amortizar en un futuro más o menos inmediato, si tenemos en cuenta que no hay visos de que el Real Murcia consiga salir, digamos a medio plazo, del pozo en el que se encuentra: la tercera división del fútbol español. Ahí quedaría, de nuevo, un magnífico estadio para la posteridad y admiración de todos. Pero poco más. Lo cierto es que suenan con insistencia los cantos de sirena cual vendedores de mantas al estilo Ramonet. Pero no veo a Alemania, Francia, Inglaterra, Italia, Brasil o Argentina pisando el césped de la Nueva Condomina. Igual esos más de 70 millones se podrían invertir en mejorar los colegios o el transporte público. Es solo una idea. Aunque pueda resultar antimurciano para algunos.

[eldiario.es.Murcia 25-4-2024]

Ingratitudes incomprensibles

Uno de los mejores periodistas que hay en esta Región, Manuel Madrid, y no lo digo yo sino que también lo corroboró hace poco públicamente otro pata negra del oficio como es Antonio Arco, escribió este sábado en el diario La Verdad de la ingratitud y el olvido. Lo hizo sobre el cocinero Raimundo González Frutos, un pionero de la nueva cocina española, fallecido a los 98 años y sin el homenaje de las instituciones públicas en su despedida que mi tocayo y yo consideramos que merecía. Además, mencionaba en su artículo a la fotógrafa e historiadora María Manzanera, que nos dejó prematuramente hace poco tiempo también, a los 78 años. 

La de Murcia no es una Región que, tradicionalmente, haya destacado por reconocer la excelencia de su gente. Hay un ejemplo clamoroso -y especialmente doloroso- en la cantante Mari Trini, de la que se acaban de cumplir tres lustros de su fallecimiento. Esta mujer fue muchas cosas, antes de que a las mujeres se las reivindicara y reconociera en su papel de iguales frente al hombre. En pleno franquismo, Mari Trini ejerció de abanderada en una valiente reivindicación feminista cuando la mayoría miraba para otro lado. Fue un ejemplo de dignidad, no solo como artista sino también como persona, dejando patente que nadie es mejor que nadie solo por la condición del sexo que se tenga al nacer. A Mari Trini la ningunearon durante mucho tiempo en su tierra, aún a pesar de sus notables éxitos profesionales, por esa cicatería que suele caracterizar a cierto catetismo provinciano. “Se cree el provinciano que aquello es el mundo”, que dijo Miguel Espinosa, otro olvidado lamentable.

Casi al final de sus días, el también desaparecido Pepe García Solano, compañero realizador en TVE Murcia y presidente de la Asociación de Profesionales de Radio y Televisión de la Región, la trajo a una gala de ese colectivo en la que se entregaban los premios anuales. Yo subí al escenario a recoger uno de ellos, con motivo del 25 aniversario del Centro Territorial de TVE en mi calidad entonces de director del mismo. Ante las pocas menciones que a ella se hicieron durante el acto, me creí en la obligación de reivindicarla. Tras agradecer el premio, en nombre de mis compañeros, me dirigí a ella, la califiqué de enorme artista y la llamé “nuestra Édith Piaf”. Al bajar del escenario, me agradeció el detalle con una leve caricia rozando mi mano.

Mari Trini falleció en 2009 de un cáncer de pulmón. Tenía solo 61 años. En 2015, la Comunidad Autónoma le concedió la Medalla de Oro de la Región y, en 2019, el Ayuntamiento de Murcia el título de hija predilecta. Ambas distinciones, lógicamente, a título póstumo. Galardones ambos con los que la cantautora hubiera merecido ser reconocida en vida pero que, circunstancias de la misma, no pudo ver con sus ojos ni disfrutar con su gente.

Raimundo González Frutos nos ha dejado y apenas los obituarios de unos cuantos amigos y conocidos, así como algunos tuits de rigor, lo han recordado. Triste bagaje para quien revolucionó como pocos una cocina simplista de fogones caseros, transformándola y poniendo los cimientos de la que luego sería vanguardista y moderna. Es público y notorio que Raimundo situó a Murcia en el mapa de la restauración nacional -y casi me atrevería a decir que internacional- con su Rincón de Pepe, ese emporio gastronómico que fue referente de la capital murciana e imposible de olvidar.“Le debemos su faceta como precursor de toda la cocina de las hortalizas porque hizo un mundo alrededor de esto”, reconocía el prestigioso chef catalán Ferran Adrià.

En cuanto a María Manzanera, igual no resultaba muy políticamente correcto sacar a colación su permanente reivindicación sobre los desmanes y desafueros que, con insistencia denodada, denunciaba que se cometían en la esquilmada huerta. Quizá por eso sea más loable condenarla desde ahora al ostracismo y al silencio, el partido más seguro para el que desconfía de sí mismo. A pesar de ello, y como escribiera este sábado Manuel Madrid, qué desesperanzador será todo sin su mirada.

[eldiario.es.Murcia 14-4-2024]

Una gabarra surcando el Segura

La tarde del primero de mayo de 1983 recuerdo que me encontraba saliente de un servicio de suboficial de guardia en el Regimiento de Infantería Badajoz número 26 de Tarragona. Y que estaba en la cantina del cuartel, pegado a un pequeño transistor a pilas, merendando y escuchando el desenlace de la última jornada del campeonato nacional de Liga. En el Insular canario, el Athletic Club de Bilbao se medía a la Unión Deportiva Las Palmas. Y en el Luis Casanova, el Real Madrid al Valencia. Rojiblancos y merengues se jugaban ese domingo aquella Liga 82-83. Canarios y ches, el descenso a Segunda o la salvación.

El Athletic ganó goleando 1-5 a Las Palmas, mientras el Madrid cayó por 1-0 ante el Valencia. Los bilbaínos se proclamaron campeones; los merengues, subcampeones; los valencianistas se salvaron y los canarios, descendieron. Cuando el árbitro pitó el final en Mestalla, comencé a dar saltos de alegría como un poseso, hasta el punto de que un compañero de Fuerteventura que me conocía se me acercó alarmado, me preguntó por el motivo de mi júbilo y, cuando se lo expliqué, me espetó con su acento meloso: «¿Un ‘mursiano’ del Bilbao? Si no lo veo, no lo creo».

Aquella misma noche llamé a mi casa desde una cabina telefónica que había en el patio del cuartel. Quería hablar con mi padre, escuchar su voz emocionada y celebrar en la distancia aquel triunfo histórico de nuestro equipo, del que tantas gestas me había relatado. Cogió el auricular mi madre y me dijo, algo mosqueada, que desde hacía horas no sabía nada de él, porque se había marchado con dos amigos, hinchas también del Athletic, a celebrar la victoria, recorriendo los bares del pueblo a la búsqueda de madridistas a los que saludar con efusividad.

En la temporada siguiente, la 1983-84, yo ya había regresado del servicio militar. Tras algo más de un año en el Ejército, intenté normalizar mi vida, me reincorporé a la radio con un prometedor contrato laboral y conocí a una joven que tiempo después se convertiría en mi mujer. El Athletic reverdeció sus laureles ganando otra vez el campeonato, al derrotar en el último momento a la Real Sociedad, en San Mamés, por 2-1, en un partido agónico, y de nuevo con el Madrid pisándole los talones.

El 5 de mayo de 1984 el Athletic disputó, en el Santiago Bernabéu, la final de la Copa del Rey al FC Barcelona de Diego Armando Maradona y Bernd Schuster. Aquel sábado vi el partido por televisión, en mi casa, con mi padre y mi hermano pequeño. Recuerdo el salto que dimos cuando, a los pocos minutos de iniciarse el choque, Endika marcó el gol que nos daría la victoria. Y lo que sentimos al final, luego de comprobar el mal perder de algunos azulgranas, provocando una violenta trifulca tras decretar el colegiado murciano Ángel Franco Martínez la finalización del encuentro. Cuando se calmaron los ánimos, Dani Ruiz Bazán, el gran capitán de aquel equipo ‘txapeldun’, subió al palco y recogió el trofeo de manos del rey, mostrándolo orgulloso a la afición rojiblanca que mayoritariamente llenaba los graderíos del coliseo madrileño. Fue la inolvidable temporada del doblete: Liga y Copa.

Esa foto ha permanecido archivada en mi retina durante 40 años, como referente del último zarpazo del león, hasta que este pasado 6 de abril Muniain hizo lo mismo en el estadio sevillano de La Cartuja. Cuando Iker levantó la Copa, pensé en mi padre y en sus dos amigos, todos ya ausentes, que aquella noche del 83 la liaron parda festejando la victoria liguera por los bares del pueblo, tras 27 años de sequía, pues el Athletic no ganaba una Liga desde 1956 con Carmelo, Garay o Gainza todavía en sus filas. Por eso, cuando esa noche de sábado, al filo de la una de la madrugada, Berenguer marcó el penalti decisivo, me abracé a mi hijo como mi padre hubiera hecho conmigo, acaso para subirnos metafóricamente a una gabarra que surcara no la ría de Bilbao sino el cauce del Segura, porque los del Athletic, ya se sabe, nacemos donde nos da la gana.

Solo aquellas personas que entienden el fútbol con intensidad y pasión inusitadas comprenderán esto. Y es que, como expresa un personaje refiriéndose a otro en ‘El secreto de sus ojos’, la película de Juan José Campanella basada en una obra de Eduardo Sacheri, «el tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión… Pero hay una cosa de la que no puede cambiar: no puede cambiar de pasión». Creo que esa es la clave para tener a los casi 62 años la misma ilusión que tuve a los 22. Y que, al fin y al cabo, en eso consista todo para seguir adelante, sin perder el aliento, en el combate diario por la vida.

[‘La Verdad’ de Murcia 13-4-2024]