El cascabel al gato

Sospecho que de aquí a un tiempo nos debatiremos en la dicotomía de si los medios han de informar o no de forma exhaustiva de los casos de violencia machista. La ministra Pajín acaba de pedir que este tipo de noticias no ocupen titulares y que su extensión televisiva no vaya más allá de los 30 segundos. Además, insta a no informar de la nacionalidad de la víctima ni del agresor, así como a que las imágenes emitidas sean neutras, evitando las del cadáver, la sangre, el arma o los familiares de la fallecida.

Durante mucho tiempo existió una regla no escrita a la hora de informar sobre determinadas muertes. El suicidio llama al suicida, me solían decir en la vieja redacción. Es por lo que, concluían, no era conveniente informar de ello en los medios.

Sin embargo, que éstos no informaran sobre las muertes voluntarias no acabó con los suicidios. Es razonable pensar, por tanto, que no hacerlo del asesinato de las mujeres tampoco ponga fin a semejantes salvajadas. En lo que sí se debería incidir es sobre todo lujo de detalles que se desgranan a la hora de dar cuenta de un suceso de este tipo. A veces, datos que son absolutamente innecesarios se repiten hasta la saciedad en las crónicas al uso, alimentando un supuesto morbo que no sé bien hasta dónde nos conduce.

Eran muchos los que aseguraban que antes no se hablaba tanto de la violencia machista, entre otras razones, porque no se sabía de su existencia a través de los diarios, la radio o la televisión. Luego, lamentablemente, no hubo día en que desde las redacciones no hubiera que ocuparse de esta auténtica lacra social.

Se dice en el informe de la Delegación del Gobierno sobre Violencia de Género que «no se trata de no informar, sino de cambiar la forma en la que se informa eliminando los elementos que pueden precipitar el paso a la acción a determinados maltratadores». Como enunciado, nada que objetar. Incluso que se dé cuenta de que «un hombre ha asesinado a su pareja» en vez de decir que «una mujer ha sido asesinada por su pareja». Lo que ya sería más discutible es esto que también se lee en el citado informe: «Cuando ETA atenta no se dice ‘un vasco ha disparado’. Se podría decir ‘un machista ha asesinado…'».

Ignorar una información, sesgarla, y ya no digamos vetarla o censurarla, es algo que no casa muy bien con los tiempos de libertades de los que felizmente gozamos en nuestro país. Deduzco, por tanto, que lo que habría que hacer, de una vez por todas, es estructurar un código ético coherente para no lesionar aún más la imagen de las víctimas y de su entorno más inmediato. Sólo así, y no de otra forma, comenzaríamos a edificar una sólida información, acorde con los principios que deben inspirar al ejercicio de un periodismo serio y riguroso.

Hartazgo, rastas y porros

En el país de Belmonte y Joselito, yo creo en los grises. Y no me refiero a aquellos que corrían tras los que reclamaban libertades en los setenta en mi país, sino en los tonos claroscuros. Por eso no puedo evitar mirar con cierta simpatía las acampadas de estos días en distintas ciudades españolas. Comprendo y comparto las dosis de hartazgo de muchos de los que allí se instalan. Dudo que les muevan intereses espurios, como alguien nos quiere hacer ver. E incluso, que sean simples marionetas gubernamentales, parachoques ante la debacle que se les puede avecinar mañana.

Conozco a gente que estos días permanece en el kilómetro 0, a la espera de que, como cantaban Lennon y McCartney, un día salga el sol de verdad también para ellos. Y como los conozco, sé de sus buenas intenciones y de sus compromisos ideológicos. Esto no es una reedición del mítico Mayo del 68, como tampoco lo es de lo que pasó en Egipto, aunque determinada prensa internacional se empeñe en presentarlo como tal. Es más bien, creo yo, la expresión meridiana del hastío de quienes nada tienen hoy en día, porque esta sociedad tan solo da cabida a los que encajan en el sistema y se someten a la rigidez que se diseña desde la encorsetada democracia por la que nos regimos.

Poco me importa, aunque muchos aludan a ello, el aliño indumentario de determinados concentrados, si llevan rastas o lo que fuman en el transcurso de su pacífica espera. Y yo, que nunca me puse un porro en la boca, a lo mejor si viviera su desesperanza, también buscaría algún tipo de alucinógeno para evadirme del triste y desconsolador panorama que se nos ofrece por parte de los que debieran encauzar los destinos de la gente con mayor pulso, inteligencia y altura de miras.

Lorca, zona cero


Un día te levantas por la mañana y no aciertas a adivinar que ese va a ser el último de tu vida. Es lo que le pasó esta semana a 9 personas que habitaban en la localidad de Lorca. Vivieron un estruendoso temblor de tierra a las cinco de la tarde y, apenas dos horas después, otro de mayores dimensiones se los llevó por delante. La vida, que no es más que un tejido de hábitos, como dejó dicho Amiel, puede resultar tan traicionera en cualquier esquina de cualquier calle, bajo Dios sabe qué techumbre que se nos desplome. Es el caso de aquella madre que transitaba con sus dos hijos y que, ante el derrumbe de un edificio, cubrió con su cuerpo a los pequeños de los cascotes, pereciendo ella como consecuencia de tan trágico y lamentable accidente. O el de aquel adolescente que paseaba con su perro, ajeno a que ese rato de asueto apenas sería el último que pasara en este mundo, tras recibir el impacto de una cornisa. O el de la embarazada que reposaba junto al muro que resultaría, paradojas del destino, su última morada. Son historias con nombres y apellidos de seres que nunca creyeron en un final tan cruel para sus vidas, cinceladas con el esfuerzo y el sacrificio.

En los campamentos montados al efecto se agolpa una legión de desheredados, muchos de ellos inmigrantes que llegaron hasta aquí buscando lo que en su tierra de origen no tenían. Su imagen es lo más parecido a un recinto que albergara refugiados de una contienda. Forman en filas disciplinados, esperando el desayuno, la comida y también la cena. Muchos duermen al raso, bajo el manto crudo de las estrellas. La tragedia siempre se ceba con el más débil. Todos los afectados merecen la misma consideración. Sin embargo, en todos los casos, siempre hay escalas. Algunos han perdido sus casas, lo mucho o lo poco que tenían. Un código rojo así se lo indica en la fachada de las mismas. Las Administraciones buscan soluciones para estas gentes indefensas, huérfanas de todo o casi todo. Cuentan que estos días aflora el sentimiento solidario para con ellos. Es lo menos que podemos hacer los que hemos salido indemnes del despiadado zarpazo surgido de las propias entrañas de la Tierra.

Rasgarse las vestiduras

La prueba más inexorable de que el tiempo nos hace ver la vida con esa perspectiva que sólo da la distancia respecto a algo, han sido las diversas reacciones a la muerte del líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, a manos de un comando de las fuerzas armadas de los EE UU de América. Casi una década ha transcurrido desde los execrables atentados de las Torres Gemelas, de aquel fatídico 11-S que marcó un antes y un después para la Humanidad. Y ahora, cuando el principal instigador de aquella masacre ha caído víctima de su juego macabro, hay quien, echando mano de la bíblica frase, se rasga las vestiduras pidiendo quién sabe si un juicio justo con arreglo a los tratados internacionales, como si de un presunto acusado se tratara. Me pregunto qué hubieran dicho esos mismos si, en los años 40 del pasado siglo, un comando aliado hubiera abatido a balazos a Adolf Hitler en lugar de posibilitarle que se suicidara en su búnker. A ése o a cualquier otro sátrapa de los que se han encaramado a lo largo de la Historia a los resortes del poder, detentando responsabilidades que lesionaron gravemente a sus conciudadanos.

Que en la Zona Cero, en Manhattan, la gente haya festejado que se haya acabado con la vida de Bin Laden, tampoco debe llamarnos a engaño. Quien ha muerto fue quien puso en un brete al mundo con la tremenda osadía funesta de golpear en el corazón de un país donde la democracia, ese sistema que alguien dijo que era el menos malo de todos cuantos conocemos, pretende la coexistencia del ser humano, aun con las limitaciones propias de una sociedad imperfecta, y donde seguirá habiendo pobres y ricos, y en la que la sanidad, por poner un ejemplo, será más exquisita con el pudiente que con el hambriento. Pero de ahí a tener que claudicar ante el fundamentalismo bárbaro de unos seres iluminados por sus lunáticas razones, media un abismo. Si esos ciudadanos norteamericanos saltan jubilosos por la caída de Bin Laden, su alegría no es distinta a la que expresaron sus padres y abuelos cuando, con su imprescindible aportación, se destruyó aquella máquina de locura y aniquilamiento humano que se llamó el Tercer Reich. Quizá por eso me he preguntado esta mañana, al conocer la noticia, cómo hubiéramos reaccionado si a Bin Laden lo hubieran matado sólo una semana después del 11-S.

Si tengo que elegir entre cierta transigencia frente a cómo acabar con el terrorismo integrista o de cualquier otro origen, y el alborozo por haber dado a probar su propia medicina al líder de Al Qaeda, me quedo con lo segundo. Incluso aunque Barack Obama no sea santo de devoción plena y reconozcámos que las perspectivas iniciales de su mandato no se han correspondido con los sueños que en su día se ceñían en el horizonte de los habitantes del planeta.