El mayor acierto de Macron

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Es Emmanuel Macron la auténtica revelación en los prolegómenos de las elecciones presidenciales francesas. Cercano en su día a Hollande, exministro de Valls, joven y suficientemente preparado, lidera el movimiento ‘En Marcha’, coincidente con sus iniciales. Cuando en agosto de 2016 abandonó el ministerio de Economía para preparar su carrera hacia el Elíseo, lo hizo siendo el miembro del Ejecutivo mejor valorado por sus compatriotas. Se dio de baja también en el Partido Socialista. A sus 39 años, las encuestas lo sitúan en la pugna. Y aseguran los entendidos que estará en la pomada.

En su biografía hay un capítulo bastante singular que dice mucho de su personalidad. Con solo 17 años se enamoró de su profesora del colegio, Brigitte Trogneux, que entonces tenía 39. La diferencia de edad no fue obstáculo para que el joven Macron perseverara en el intento de conquistar a aquella mujer rubia, hija de una familia de industriales chocolateros de Amiens, donde él había nacido en 1977. Se tuvo que trasladar a París para continuar con sus estudios, si bien le dejó dicho que contra viento y marea volvería para casarse. En 2007 lo hicieron, tras obtener ella el divorcio de su marido. No tienen hijos, pero Emmanuel y Brigitte son felices con los siete nietos de ella, correteando por la casa.

Cuando hace unos meses la revista Paris Match entrevistó a Brigitte y le pidió una definición de su marido, dijo desde una profunda admiración que este era un caballero, un personaje de otro planeta que combina su inteligencia poco común con una humanidad excepcional. Y añadió que lo que es realmente es un banquero convertido en actor y político, un escritor que no ha publicado nada, pero del que ella guarda como oro en paño sus manuscritos. Días después, al preguntarle a Macron sobre lo manifestado por su mujer, el candidato a la presidencia de la República francesa dicen que espetó muy serio a los periodistas: “Mi esposa se ha equivocado”.

Un oficio desdeñable

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En 2005, un puñado de intelectuales fundó en Barcelona una plataforma cívica a la que llamaron Ciutadans de Catalunya. De inmediato, se posicionaron frente a un nacionalismo excluyente. La denominación se remonta a una frase, acuñada por el presidente Tarradellas en 1977, y expresada desde el balcón del Palau de la plaza de Sant Jaume, a su regreso de un prolongado exilio: “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!”. Los fundadores de aquel proyecto fueron el escritor Félix de Azúa; el dramaturgo y actor, Albert Boadella; el catedrático de Derecho Constitucional, Francesc de Carreras; el periodista Arcadi Espada; la escritora Teresa Giménez Barbat; la poeta y ensayista, Ana Nuño; el profesor de Economía, Ética y Ciencias Sociales, Félix Ovejero; el antropólogo Félix Pérez Romera; el periodista y profesor de Periodismo, Xavier Pericay; el escritor y crítico literario, Ponç Puigdevall; el profesor de Economía y Empresa, José Vicente Rodríguez Mora; el filólogo y profesor universitario, Ferran Toutain; el periodista y poeta, Iván Tubau y los también escritores Carlos Trías Sagnier y Horacio Vázquez-Rial, ambos ya fallecidos. En resumen, un elenco de saber e inteligencia nada despreciable.

Meses después de la puesta en marcha de aquella iniciativa, se eligió como presidente de la misma a un joven abogado, Albert Rivera, quien apenas contaba con 26 años de edad. Al poco tiempo, Rivera encabezó la candidatura a la presidencia de la Generalitat por una formación que prácticamente acababa de ver la luz, obteniendo tres diputados en el Parlament. Y sería tras la consulta de 2012, en la que Ciutadans triplicó su representación, alcanzando los nueve diputados, cuando comenzaría su verdadera eclosión por el resto del Estado, donde su implantación hasta la fecha era incipiente. Cimentada en un líder que comunicaba y transmitía, la imagen del partido se transformó en una marca nacional y ya no tan exclusiva de Cataluña. El desencanto de una parte del electorado del PP, otorgó nuevos bríos a la apuesta encabezada por el joven Rivera, quien buscaría un acuerdo con los líderes de UPyD, encabezados por Rosa Díez, intento que no fructificó. Las encuestas comenzaron a serles muy favorables y las agrupaciones del partido a reproducirse como hongos por los municipios del país. Es entonces cuando muchos dirigentes y militantes de UPyD escucharon los cantos de sirena y comenzaron su éxodo ante la deriva de la formación magenta. Sus pírricos resultados en las andaluzas de 2015 ahondaron más en la herida, de lo que se volvió a beneficiar Ciudadanos, que irrumpió por primera vez en el parlamento de esa comunidad con nueve escaños. La llegada de esa nueva militancia reportó de todo a la formación naranja, como en botica; gentes idealistas y entusiastas, sin duda, pero también aventureros, arribistas y advenedizos, entre otros. La heterogeneidad de lo novedoso.

En la actual legislatura, Ciudadanos cuenta con 32 escaños en el Congreso, con los que apuntalan al Gobierno de Rajoy. Es verdad que en Andalucía hicieron lo mismo con el PSOE. Y aquí, en Murcia, con el PP. Su máxima ha venido siendo la de apoyar la lista más votada para que ejerza la labor ejecutiva, pero sin entrar en ningún gabinete, por el momento. Ello, a pesar de haber sido excepcionalmente críticos con el comportamiento de ‘populares’ y socialistas en determinados momentos y circunstancias, sobre todo en los casos de corrupción.

Ahora, cuando se atisban lazos aún más consistentes, será cuestión de rememorar el dicho de aquel mirífico primer ministro británico, según el cual la política solía hacer extraños compañeros de cama. Y no solo la política, añadiría uno. Más bien, la vida en general. En mi oficio, por ejemplo, referiré el caso de dos sujetos que tiempo atrás se demostraban un odio visceral. Había que oír, por separado, lo que opinaba el uno del otro. Por extraño que parezca, hoy pedalean en el mismo tándem profesional, algo que posiblemente les conducirá a ninguna parte, aunque ellos no lo sepan. Es lo que tiene ejercer con inusitado entusiasmo ese desdeñable papel que siempre resultó ser el de palanganero.

[‘La Verdad’ de Murcia. 20-1-2017]

Una actriz sobrevalorada

merylEl inminente presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, podría haber utilizado muchos términos para descalificar a Meryl Streep, tras su discurso en la 74ª edición de los Globos de Oro, pero escogió este: “es una actriz sobrevalorada”, escribió en su cuenta de Twitter, que es como ahora se anuncian las gradilocuencias. En los últimos días, he leído comentarios lacerantes de gente que, incluso, tenía por bastante cabal, sobre la actitud de la mencionada actriz denunciando lo que se avecina. Bastaría echar un vistazo al impresionante currículum de esta mujer para hacer recuento de la cantidad y calidad de galardones que ha cosechado en sus 45 años de carrera: tres Oscar, siete Globos de Oro, dos BAFTA, dos Emmy, mejor actriz en Cannes y un César de honor, entre otros premios.

Meryl Streep ha formado parte de algunas de las mejores películas que se han rodado en el último tercio del pasado siglo y principios del presente. Valgan como ejemplo ‘El cazador’, ‘Manhattan’, ‘Kramer contra Kramer’, ‘La decisión de Sophie’, ‘Memorias de África’, ‘La mujer del teniente francés’, ‘Los puentes de Madison’, ‘El ladrón de orquídeas’…  Quizá me deje alguna otra destacada en el tintero. Lo curioso es que hace algo más de un año un periodista le preguntó a Trump, durante una entrevista, quiénes eran sus actrices favoritas. Y mencionó a dos: Julia Roberts y Meryl Streep. Sobre esta última añadió entonces: “Es excelente y una gran persona”.

Una de las cualidades más sobresalientes que de Meryl Streep se suele destacar es su naturalidad para adaptarse a los distintos personajes que interpreta. Valga el caso de su Margaret Thatcher en ‘La dama de hierro’, un papel que sencillamente bordó. Y sobre su calidad humana, basta escuchar a Al Pacino cuando se refiere a ella. La actriz fue pareja de John Cazale, con el que vivió la enfermedad de este formidable actor italo-americano, fallecido de un cáncer en 1978. Pacino recuerda aquellos días como todo un ejemplo de amor y devoción de un ser humano hacia otro. Y por eso, confiesa, cada vez que la ve, no la contempla tanto como la magnífica actriz que es, sino como aquella mujer que, rota de dolor, dio consuelo y aliento hasta el último día a su compañero moribundo.

 

Crónica desde el Internacional

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Aquel día, un 27 de febrero de hace más de 35 años, yo estaba, entrada la tarde, apostado en la barra del Bar Internacional, en plena Gran Vía de Murcia, dispuesto a cubrir un tramo de la manifestación contra el golpe del 23-F y por las libertades que, a la misma hora, se celebraba en todas las capitales españolas. Retransmitimos aquel acontecimiento histórico, a través de la emisora regional de Radiocadena Española, un puñado de profesionales a los que dirigía alguien que la noche de la intentona se había sentado con arrojo ante el micrófono, dando vivas a la Constitución y al Rey. Adolfo Fernández fue el elegido para la ocasión, por unanimidad de todos los partidos convocantes, como encargado de leer el comunicado final de aquella gran marcha de los murcianos por la democracia.

Fueron tiempos en los que nuestros medios técnicos eran más bien exiguos, y a mí me asignaron cubrir el tramo que iba desde el final de la Gran Vía hasta la plaza de Santa Isabel, por lo que opté por dar mi información, en directo, desde el teléfono de aquel insigne bar, ya como tantas otras cosas desaparecido y sustituido, primero por un banco y ahora por algún otro negocio inmobiliario.

Recuerdo que cuando la cabeza de la manifestación se aproximaba a la altura del Internacional, en su interior había una numerosa y bulliciosa clientela, que consumía cerveza, tapeo y algún café que otro, ajena por completo a lo que discurría por la puerta. Y es que, no nos engañemos, esa era la España real de 1981. El jaleo resultaba propio del local donde nos encontrábamos, por lo que yo tenía serias dificultades para escuchar a mis compañeros, que me avisaban ya de la inminente entrada en antena. En esto que me dirigí a uno de los camareros, veterano él y con oficio, y le expliqué mi agobiante situación. Aquel hombre, resuelto, de camisa blanca impoluta, palmeó tres veces y soltó un sonoro “¡Silencio!”. Los parroquianos lo miraron sorprendidos, al tiempo que alarmados, sin duda, por una cierta semejanza con los gritos proferidos desde la tribuna del Congreso de los Diputados, apenas cuatro días antes, por un bigotudo teniente coronel de la Guardia Civil apellidado Tejero Molina“Miren ustedes -les dijo el camarero con enérgica autoridad-. Este joven va a dar una crónica para la radio sobre la manifestación que pasa ahora por la puerta. Guarden silencio mientras habla, por favor”. Aquellas personas, de pronto, se quedaron silentes, dirigiendo la mayoría su mirada hacia donde me encontraba, lo que provocó que mi nerviosismo de novato se acrecentara aún más. Por fin, el locutor que conducía el programa me dio paso desde los estudios, y yo solté mi crónica, que no debió durar más allá del minuto y pico. Al acabar, y luego de colgar el auricular, el silencio aún era perceptible. Lo que no podía esperar era que, segundos después, la clientela prorrumpiera en un aplauso rotundo, como imaginé se ovacionaría a un tenor en La Scala de Milán, después de bordar con notable suficiencia su papel en Otello o Turandot. Y quise creer que, aunque las agradeciese de corazón, aquellas palmas no iban tanto dirigidas al aprendiz de periodista que yo era, como a la admirable paciencia de eso que todos hemos dado en denominar el sentido y sufrido pueblo español, el mismo que tanto aguantó entonces, aguanta ahora y aguantará por los siglos de los siglos.

[‘La Verdad’ de Murcia. 3-1-2017]