El ADN del consenso

La UCD ha sido, hasta la fecha, el único partido que en su ADN conservó las palabras negociación y consenso a lo largo y ancho de su mandato. En las sucesivas elecciones generales de 1977 –las constituyentes, primeras tras el régimen de Franco, de las que se cumplirán 40 años este próximo 15 de junio– y 1979, la formación centrista alcanzó sendas mayorías simples, que le obligaron a transigir en el Parlamento. Con 166 diputados, en 1977 la UCD no sólo activó la ponencia constitucional, sino que tramitó la Ley de Amnistía, inició los procesos autonómicos de Cataluña y el País Vasco, regularizó el asociacionismo sindical y creó el Fondo de Garantía de Depósitos. En octubre de ese mismo año, se propició la firma de los Pactos de la Moncloa, acuerdos trascendentales que buscaban la estabilización socioeconómica de una España en pleno proceso de Transición.

En 1979, ya en la primera legislatura, con 168 escaños, la UCD siguió gobernando el país y generando un clima propicio para alcanzar otros importantes acuerdos como el Estatuto de los Trabajadores, la Ley Básica de Empleo, la de financiación del proceso autonómico (LOFCA), la creación del Fondo de Compensación Interterritorial, la aprobación de la Ley del Divorcio o la puesta en marcha de la mayor parte de los estatutos de autonomía. Y todo ello, rodeados de un ambiente tremendamente hostil, con el terrorismo golpeando con extrema crueldad casi a diario (lo que obligó a promulgar la ley antiterrorista), una crisis económica galopante, con duras reconversiones industriales a la vista, una moción de censura contra el presidente Adolfo Suárez que le dejaría tocado y casi hundido políticamente, y un execrable intento de golpe de Estado, al irrumpir un grupo de guardias civiles en el Congreso de los Diputados en la tarde del 23 de febrero de 1981.

Pues bien, en medio de todo ese fragor, aquel elenco de políticos de corte centrista (muchos de ellos, reconvertidos desde el tardofranquismo) supieron tender puentes para el entendimiento y el acuerdo, en un parlamento tan heterogéneo como multipartidista, con un PSOE que pedía paso a dentelladas y con 121 escaños y unas minorías no menos aguerridas. Algo tan distante a lo de hoy, con un Ejecutivo que parece que se olvidó del diálogo y el consenso, quizá porque durante años no lo necesitó, apuntalado como estaba por el rodillo que conceden las siempre relajadas mayorías absolutas. Eso ocurrió en su día con Felipe González (fundamentalmente, en sus primeras legislaturas), con José María Aznar (sobre todo, en la segunda), y también con Mariano Rajoy, alguien que parece no haberse enterado aún de que sus tiempos de vino y rosas ya pasaron a la historia y que gobernar en un escenario como el actual exige volver la mirada, como poco, hacia aquellos hombres y mujeres que, no siendo perfectos, capitaneó, mientras lo dejaron, Adolfo Suárez, ahora tan admirado y recordado por casi todos. Incluso hasta por los descendientes de aquellos que colaboraron en su crucifixión política.

[‘La Verdad’ de Murcia. 28-4-2017]

El hijo de la dama

En octubre de 1989, la concejalía de Servicios Sociales del ayuntamiento de Murcia pidió al juez Felipe Soler que ordenara el ingreso en un hospital psiquiátrico de Purificación de Luna y de su hijo, de cuya vivienda retiraron más de seis toneladas de basura. Según una crónica periodística de entonces, la policía local y el servicio municipal de basuras entraron en la vivienda por orden judicial, después de que el ayuntamiento interpusiera una denuncia urgente tras las reiteradas quejas de los vecinos del inmueble, situado en un céntrico barrio, por el fuerte hedor que desprendía la casa. Purificación y su hijo vivían rodeados de bolsas de plástico llenas de basuras, excrementos y comida en descomposición, que habían acumulado durante años. Los operarios del servicio de basuras se vieron obligados a trabajar con máscaras antigás y emplearon más de ocho horas en retirar todo aquello.

Tras la muerte de la anciana, salió a la luz lo que muchos intuían. Aquella mujer que empujaba un carrito cargado de bolsas y cartones por las calles de la ciudad, siempre acompañada por un niño, encerraba una historia truculenta. Aristócrata madrileña, licenciada en Derecho, soltera, quedó embarazada, algo que por aquellos años no estaba demasiado bien visto. Purificación, que había llegado a ganar un concurso de belleza en 1935, decidió seguir adelante y tener a la criatura. Su padre, un terrateniente con posibles en la minería de Cartagena, optó por mandarla a Murcia como destierro, con una mano delante y otra detrás. Se instaló en el Barrio del Carmen, allí crió a su pequeño, malviviendo en la indigencia, pero sin pedir nunca nada a nadie. Su imagen se llegó a confundir con el paisaje urbano de aquella capital de provincia. Y la apodaron la dama de las basuras.

En su funeral se dieron cita apenas dos docenas de asistentes. Se decía que siempre llevó consigo las escrituras de sus propiedades, que salieron a la luz tras su óbito. Los oportunistas rondaron al heredero, quién sabe si con los consejos más inapropiados para su administración. Es posible que, a partir de ahí, comenzara la vida de aquel niño que transitaba por las calles de la mano de una madre siempre enlutada y que empujaba un carro con cartonajes. Tuvo hasta sus coqueteos con la política, afiliándose primero al PP, desencantándose, y abrazando luego las tesis de los emergentes Ciudadanos. Antonio Javier Castaño ha muerto esta Semana Santa en Murcia, a los 56 años, y sus amigos lo recuerdan como un buen tipo al que la vida le enseñó, en máxima darwiniana, que no es el más fuerte ni el más inteligente el que sobrevive, sino el más capaz de adaptarse a los cambios de la misma.

PAS, nuestro Nixon

Quizá la ciudad de Yorba Linda se parezca más a Puerto Lumbreras que Brookline. Allí nacieron nuestros tres personajes. La agrícola y ganadera Yorba Linda está en California y la elitista Brookline, en Massachusetts. Desde California, Richard Nixon, tras ejercer la abogacía en ese estado, se marchó a Washington a trabajar para el gobierno estatal. Y desde Boston, la carrera política de John F. Kennedy se iniciaría en la Cámara de Representantes. Ambos no habían alcanzado aún la treintena.

Pedro Antonio Sánchez, presidente del gobierno y del PP en la Región de Murcia, fue mucho más precoz: con apenas 20 años ya era becario en la sede del ejecutivo murciano. Y con 23, director general de Juventud. A los 27, arrebató la alcaldía de su pueblo natal al PSOE, partido que siempre había gobernado allí. Su mandato se prolongó durante una década, en la que sería también diputado autonómico. A los 37 fue designado consejero de Educación y a los 39, presidente de la Comunidad Autónoma. Una carrera meteórica, que se diría. John F. Kennedy alcanzó la presidencia con 43 años, siendo entonces el más joven de la historia tras Teodoro Roosevelt. A Nixon le llegaría mucho más tarde, ya con 56.

Aunque no consta que a Pedro Antonio Sánchez la que le subyugue sea la figura de Kennedy, es muy posible que, por lo menos, se sienta admirador. Hay rasgos en su mandato que lo evidencian, como rodearse de gente joven, estar en contacto directo con la ciudadanía, buscando el apoyo mediático a su intensa actividad, ser católico… Para más similitudes, él –o quizá su entorno– buscaron un acrónimo similar al JFK que se utilizaba en la prensa de la época para referirse a Kennedy. E idearon el de PAS.

Sin embargo, según trascurre el tiempo, el político murciano se asemeja mucho más al presidente republicano, por el que no consta que sienta la más leve admiración. El caso Watergate, un escándalo de espionaje a sus rivales demócratas, también como ocurre con la trama Púnica –en la que el juez Velasco pedía este lunes la imputación del jefe del ejecutivo murciano– con profusión de grabaciones de audio, acabó con la presidencia de Nixon en 1974. Ese año, el Gran Jurado Federal calificó a aquel presidente como copartícipe de una conspiración para obstruir la acción de la justicia en la investigación del Watergate.

Siendo ya presidente, Kennedy anunció que cuando su cargo requiriera que violara su conciencia o el interés nacional, renunciaría al mismo; y que esperaba que cualquier servidor público cuerdo hiciera lo mismo. Viendo el devenir de los acontecimientos en estos últimos días, es muy posible que el hombre que se pudo mirar en el espejo de John F. Kennedy acabe como Richard Nixon, con el que incluso hasta guarda alguna semejanza física: dimitiendo en una calurosa fecha y expresando aquello de que «nos vamos con grandes esperanzas… y con gran humildad».