La última tribuna de Calero

Siempre he sostenido que si Juan Ramón Calero (Murcia, 1947) hubiera presidido esta Región durante, al menos, un par o tres de las legislaturas en que lo lleva haciendo el PP, otro gallo nos cantaría. No obstante, este abogado del Estado, brillante, dialéctico y de formación netamente liberal, fue escogido por Manuel Fraga, en la década de los ochenta del pasado siglo, primero como secretario general adjunto de Alianza Popular y luego para formar un triunvirato en la portavocía parlamentaria de AP en el Congreso, junto a dos de los hombres que estarían llamados a tripular el Gobierno de España en 1996: José María Aznar y Rodrigo Rato.

Recuerdo a Calero, quizá fuera la primera vez que estuve con él, joven y resuelto, haciendo campaña en 1979 por los pueblos de la Región, para las segundas elecciones generales, por Coalición Democrática (Fraga, Osorio y Areilza). En el acto que celebraron en el mío, en un aula de las viejas escuelas, apenas nos reunimos una decena de asistentes. Me llamó la atención su oratoria y lo clarividentes que resultaban sus ideas allí expuestas.

Los años que siguieron a esa campaña fueron decepcionantes para AP en la Región, ya que el principal partido de la derecha española iba cosechando derrota tras derrota ante un hegemónico PSRM-PSOE, primero con Andrés Hernández Ros y luego con Carlos Collado como candidatos a la presidencia del gobierno autonómico.

No se recuerdan en la Asamblea Regional debates del nivel parlamentario como los protagonizados por Calero en aquellos años frente a los presidentes socialistas, que disfrutaban de holgadas mayorías absolutas, y en los que, por tanto, la oposición corría el riesgo de convertirse en una pléyade de predicadores en el desierto. Fui testigo presencial de muchos de aquellos plenos, que cubría entonces para la radio.

A comienzos de los noventa, cuando el refundado PP ya atisbaba el poder, desde la madrileña calle Génova se optó sorprendentemente por prescindir de Juan Ramón Calero. Era, quizá, un estorbo en las pretensiones de algunos ‘visionarios’, que lo llegaron a calificar de altanero, soberbio y prepotente. En un congreso regional del partido, en el que no faltaron las traiciones y las puñaladas traperas, fue descabalgado de la presidencia en favor de Ramón Luis Valcárcel, un político de perfil tan distinto como distante al suyo.

Ahí comenzó su particular travesía del desierto, fundando en 1996 el Partido Demócrata Español (PADE), un proyecto que nunca llegó a cuajar quizá porque ya naciera muerto. Tras su fallido intento, se refugió en la abogacía del Estado, cuerpo al que pertenecía desde 1974, a frecuentar más a la familia y a escribir artículos tan reveladores como el de este domingo, en su habitual tribuna del diario La Verdad, titulado ‘La oposición en tiempos de crisis’. Solo quien tiene una visión de Estado, como es su caso, puede concluir lo que en el texto deduce: «Y es que, en España, hay mucha gente que considera que, si los suyos no están en el poder, para derribar al Gobierno de turno, todo está permitido. Incluyendo banalidades, memeces, mentiras y crispación social», escribe Calero, para cuestionarse más adelante sobre la gestión gubernamental de la pandemia del coronavirus en nuestro país: «¿Quién apoyó los recortes presupuestarios a la Sanidad? ¿Quién intentó privatizar parte del sistema sanitario público de Madrid o de Valencia?»

El artículo no tiene desperdicio y rezuma sensatez por los cuatro costados, en estos días de intenso dolor, zozobra, temor y también de furia incontenida. Lo he dicho otras veces y lo repetiré de nuevo: fue un lujo asiático para la derecha prescindir en la primera línea de la política de destacados profesionales de la vida civil como Juan Ramón Calero o, por qué no decirlo, de Antonio Gómez Fayrén, demasiado pronto relegado a otros menesteres, ejemplos vivos y diáfanos de lo que a veces pasa en algunos esprints en ciclismo, cuando no llegan arriba los más preparados sino los mejor situados en ese momento a la cabeza del pelotón. «Los jóvenes políticos actuales son reacios a escuchar consejos», se lamenta Calero en el artículo. Fue el general De Gaulle el que dijo que la política era algo demasiado serio para dejarla solo en manos de los políticos. De los mediocres y nefastos, se entiende.

[eldiario.esMurcia 30-3-2020]

Los olvidos estúpidos

Ha tenido que llegar esta pandemia para que todos nos mentalicemos de que la vida es una sucesión de cosas simples que dan sentido a nuestro existir. El confinamiento ha puesto en evidencia que uno añora lo más común precisamente cuando no lo tiene. Salir a andar, a cenar, a tomar un café, una copa o al cine, esos gestos tan sencillos pero a la vez tan necesarios en el devenir del ser humano. El coronavirus ha llegado a nuestras vidas inesperadamente, aunque algunos lo advirtieran, como una amenaza latente y a traición, para darnos una bofetada de realidad ante nuestro estrés diario y los pocos miramientos que tenemos por lo simple y lo sencillo.

Como el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, cuando todo esto pase, se olvidarán las enseñanzas que tan dura prueba nos deja con la facilidad pasmosa que nos da el hecho de ser mortales. Puestos a olvidar, los gobernantes se olvidarán de lo importante que es contar con una potente sanidad pública, dotada de suficientes profesionales -justamente considerados y remunerados- y con los necesarios medios técnicos, para hacer frente a una situación tan extrema y asfixiante como la que vivimos. Nosotros nunca borraremos de nuestra memoria su dedicación, amor y esmero, en esos turnos agotadores de 12 horas, para con los enfermos infectados en las UCI y plantas. También se olvidarán de lo importante que son en nuestras vidas esas gentes que, junto a los formidables y abnegados sanitarios, nos permiten subsistir en los momentos más difíciles: los policías, los militares, los trabajadores de los supermercados, las farmacias, los quioscos de prensa, los transportistas, los del servicio de limpieza… Y seguro que me dejo a otros muchos.

Otra de las cosas que se olvidará con suma facilidad será que, en momentos tan críticos, de nada sirve el ‘y tú, más’ que muchos practican. Porque a nadie se le ocurriría cuestionar a un bombero mientras, manguera en mano, intenta apagar un pavoroso incendio, poniendo a salvo a posibles víctimas, corrigiéndole sobre su forma de lanzar el agua o planteándole si debe apuntar el chorro hacia aquí o hacia allá. Ni siquiera, aunque este fuera el menos competente del parque municipal, le reprocharíamos mientras se emplea a fondo por qué no llegaron antes y con más dotación. Muchos entenderíamos que lo prioritario es apagar las llamas para, una vez sofocadas, exigir las responsabilidades oportunas a quien corresponda, algo que no todos tienen muy claro.

Hay quien ha entendido lo que estamos viviendo como una prolongación de las interminables y sucesivas campañas electorales que hemos soportado en nuestro país en los últimos años. Y nada más lejos de la realidad. Las caceroladas no solventarán el tremendo problema al que nos enfrentamos. Ni la de la otra noche al Rey ni las últimas, dedicadas al Gobierno central. Solo en un país de chirigota los sancionados por no acatar las normas derivadas del estado de alarma pueden superar a los afectados por el virus. Eso también dice mucho de nosotros. También en estos tiempos, todos los que parecen estúpidos lo son y, además, también lo son la mitad de los que no lo parecen. Y no lo digo yo; lo dijo un español universal como fue Francisco de Quevedo. Qué bien nos conocía.

[eldiario.esMurcia 24-3-2020]

Altura de miras

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Si algo vamos a sacar en claro del comportamiento de nuestros políticos durante la crisis del coronavirus va a ser eso a lo que tanto apelan ellos desde las tribunas y que denominan ‘altura de miras’. Son días donde la mezquindad y la ruina deberían quedar aparcadas ante la emergencia nacional. Este Gobierno, que sin duda no es el que nos salvará del Apocalipsis, es el actual, nos guste más o menos, y al que le ha tocado la china de bailar con la más fea. Si esta pandemia hubiera sorprendido a otro, pongamos que de color azul, a estas horas estaría escribiendo lo mismo sin cambiar una sola coma. 

Quien crea que va a sacar rédito electoral de estos días de pánico y zozobra, va listo. Nadie se cuestionó en los Estados Unidos, allá por 2001, tras el criminal ataque a las Torres Gemelas, que había que responsabilizar a alguien que no fuera a los propios terroristas y su entorno. Aquella gente sí que sabe guardarse sus vendettas para cuando es preciso. 

El espectáculo al que estamos asistiendo en nuestro país en este sentido dice mucho de los habitantes de una nación, polarizada como está hasta la extenuación. Cuando la prioridad es frenar el crecimiento de los casos de coronavirus y evitar un contagio masivo que repercuta en la población de riesgo, es decir, nuestros mayores, tenemos gente más preocupada en echarle el muerto al Gobierno que en sacar esto adelante.

Este Ejecutivo, conformado hace apenas un par de meses, no es posiblemente el idílico para muchos de nosotros, pero quizá si en estos meses atrás alguien hubiera tenido la altura de miras que en otras ocasiones exigió para los demás, hoy no veríamos sentados en el Consejo de Ministros a algunos y algunas de los que sí lo están. Pero, querámoslo o no, es lo que hay.

De todo esto sacaremos en claro que los que se que más se mojan cuando la cosa se pone fea son los sanitarios, los primeros en permanecer al pie del cañón ¡salvando vidas y dejándose la piel!, otra expresión, esta última, que suelen utilizar mucho en nuestro país esos políticos de medio pelo que ahora tanto rebuznan en las redes sociales.

Sí, se echa en falta altura de miras en un escenario absolutamente novedoso para la mayoría de todos nosotros, donde lo que prima es la salud y no las diatribas sobre si son peras o manzanas. Los italianos están dando un ejemplo de amor a la vida en medio de la tragedia que les asola. En sus días de confinamiento han ido sorprendiendo al mundo con sus mensajes solidarios, sus cánticos y su patriotismo verdadero desde los balcones y ventanas. Aquí, los que tanto apelan a “la España de los balcones”, esos mismos, son los primeros que mueven el árbol sin miramientos para ver si caen oportunistamente las manzanas en su cesto. Ellos sabrán si, con esa actitud temeraria, alguien puede creer que, en el fondo, velan por nosotros.

[eldiario.esMurcia 15-3-2020]

El coronavirus y las ratas

En Italia se han disparado las ventas de una novela escrita en 1947. Se trata de ‘La peste’, de Albert Camus. El otro día nos levantamos con la noticia del confinamiento de 16 millones de italianos en la región de Lombardía y en otras 14 provincias del país, ante la propagación del coronavirus. Con posterioridad, la cuarentena se extendió a todo el territorio nacional. Camus localizó su obra en la ciudad argelina de Orán, pujante enclave portuario del Mediterráneo, donde una epidemia comienza por acabar con las ratas. Las autoridades tardan en reaccionar ante lo evidente. Un miembro de una comisión sanitaria que interroga al médico Bernard Rieux, quien detectó el brote y dio la voz de alarma, le pregunta si está seguro de que se trata de la peste. Él le responde, con la urgencia clarividente del que sabe bien de lo que habla, que no es tanto una cuestión semántica, de vocabulario le dice, como una cuestión de tiempo.

En Italia y también en Francia, países cercanos al nuestro, se han ido adoptando estos días, de manera progresiva, medidas mucho más drásticas que en España frente al coronavirus. Y esto preocupa a un considerable sector de la sociedad española que creyó observar cierta inacción gubernamental. En la primera de las naciones mencionadas, como en ‘La peste’ ocurre con Orán, se ha confinado a la población por temor a que se extienda la enfermedad. La noche anterior a que entrara en vigor el primer decreto, algo que hemos visto tantas veces en las películas sobre la Segunda Guerra Mundial, resultaba desolador contemplar cómo la estación ferroviaria de Milán era un continuo trasiego de gentes arrastrando maletas e intentando abandonar la zona cero para ponerse ‘a salvo’, fuera del perímetro establecido entonces por su Gobierno. Estas situaciones límite suelen sacar lo mejor y lo peor del género humano y, como señala el protagonista de la novela de Camus, en el hombre, por regla general, suele haber más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Ya en 1981, como se viene difundiendo profusamente, el novelista estadounidense Dean Koontz describió de forma premonitoria y con gran precisión, en ‘Los ojos de la oscuridad’, la creación de una potente arma biológica en unos laboratorios de la ciudad china de Wuhan, precisamente, la zona cero del coronavirus. Y en 2009, el escritor y empresario catalán Pablo Caralps publicó otra novela, que tituló ‘Gripe mortal’, cuyo argumento se basa en la trama protagonizada por los propietarios de un laboratorio farmacéutico que atravesaba un momento económicamente delicado. A estos desaprensivos no se les ocurrió mejor idea que robar una cepa del virus de la gripe española de 1918, que resultó extremadamente letal, y practicar una mutación para propagarla a escala mundial. Al tiempo, en su estrategia homicida, elaboraron una vacuna para combatirla, evidenciando no solo ya su falta de ética sino, lo que es mucho peor, convirtiéndose en auténticos criminales contra la Humanidad. Las autoridades sanitarias, como es lógico, se vieron obligadas a caer en las garras de estos execrables especuladores de la salud humana.

En estos días escuchamos muchas teorías sobre el verdadero origen del coronavirus, ya declarado como pandemia, cuya primera referencia se tiene datada el último día del año 2019 en el mercado de mariscos de Wuhan. Como en su momento ocurriera, por ejemplo, con el atentado de las Torres Gemelas, en Nueva York, la realidad siempre puede superar a la ficción. Y de ello hay probadas muestras a lo largo de la historia, tanto en el cine como en la literatura. Basta con ver una película de Stanley Kubrick o leer a Julio Verne. Al tiempo, son las denominadas ‘fake news’ las que corren por las redes, como las ratas lo hacían por las calles de Orán antes de que se desatara la epidemia de la que el doctor Rieux alertó a sus congéneres, con la aquiescencia de los que se instalan en lo más irracional de la existencia.

[‘La Verdad’ de Murcia. 13-3-2020]

Flores amarillas

Hacía tiempo que una película no me tocaba tanto la epidermis como ‘Lejos de ella’ (Away from Her), debut detrás de la cámara de la canadiense Sarah Polley, una cinta que el otro día emitió Sundance TV. Estrenada en 2007 y protagonizada por una impresionante Julie Christie, sin duda, en el mejor de los otoños posibles de su vida, y Gordon Pinsent, un actor canadiense curtido en la radio y la televisión que infunde una credibilidad tremenda a su personaje.

Son ambos un matrimonio que, tras varias décadas de convivencia, medio siglo, se topan de frente con el Alzheimer, ese mal endémico de nuestros días que difumina tanto la memoria, el único paraíso del que los seres humanos nunca deberíamos ser expulsados. La enfermedad se apodera de ella, un ser fascinante capaz de sobreponerse a las adversidades y avatares de la convivencia en el pasado con un voraz profesor universitario.

Contemplar la decrepitud del personaje de Fiona, al que da vida Julie Christie, resulta tan fascinante como el hecho de arrancar los pétalos a una flor, una circunstancia que nunca le privará de su auténtica belleza. Por esa interpretación optó desde su nominación a los Oscar de ese año y fue premiada con un Globo de Oro. Tampoco hay que perder de vista la actuación de otra grande de la pantalla: Olympia Dukakis.

Los compases de ‘Harvest Moon’, de Neil Young, son el complemento perfecto para una película donde la adaptación vital, la melancolía y también la poesía se entremezclan, en un drama de nuestro tiempo frente al que ninguno estamos inmunes. En ella todo tiene su simbolismo, desde la escogida música de su banda sonora hasta las flores amarillas que Fiona contempla con embeleso en una de las escenas. Sin duda, llegar a ser es mejor que ser.