En manos de Ciudadanos

Si el 26 de mayo próximo se cumplen las hipotéticas predicciones que el Barómetro de Otoño del Centro de Estudios Murciano de Opinión Pública (CEMOP) hará públicas la semana que viene, Ciudadanos tendrá otra vez, en su mano, la gobernabilidad de esta Región. A partir de esa noche, resultará evidente que el PP y el PSOE tendrán que rondar a la formación naranja, como si de una Julieta se tratara. El pacto para sacar adelante los presupuestos de la Comunidad Autónoma, anunciado este martes por Fernando López Miras y Miguel Sánchez en Cartagena, pudiera dar una pista sobre las intenciones futuras. Aunque arena de otra costal sería para Ciudadanos apoyar en la próxima legislatura a un candidato ‘popular’ que no dejaría de ser el heredero de su antecesor, Pedro Antonio Sánchez, el mismo sobre el que aún pesa la rémora de tener abiertos varios frentes judiciales. ¿Propondría, entonces, Ciudadanos al PP que presentara otro candidato o candidata para ocupar el sillón de San Esteban? Es más que posible, máxime si tenemos en cuenta que la formación naranja tendría ahora la obligación moral de entrar a formar parte del Gobierno, tal y como ya han dejado claro sus dirigentes nacionales.

A tenor de lo que se podría deducir del trabajo del CEMOP, que sufraga la Asamblea Regional, otra opción, sin duda menos probable, pasaría por facilitar la elección del candidato socialista, tal y como hicieron en la pasada legislatura en la vecina comunidad autónoma de Andalucía. Pero, como hasta ahora, la máxima de Ciudadanos ha sido respaldar a la lista más votada, cuesta creer que si el PSOE quedara en segundo lugar, sus votos posibilitaran que Diego Conesa alcanzara la presidencia.

Reeditar un gobierno del PP en esta Región, tras 24 años instalado en el Palacio de San Esteban, no se antoja especialmente ilusionante. Con un reparto de escaños como el que se presume, las posibilidades de que el PSOE releve a los ‘populares’ son tan relativas que suenan casi a utopía. En cualquier caso, a partir de mayo de 2019, es evidente que Ciudadanos tendrá en su mano decidir el futuro de esta Región de cara a los próximos cuatro años. Otra cuestión será quién encabece la candidatura naranja en esos comicios. Alguien al que solo resta desearle lo de aquella frase del universo de ficción de Star Wars, a la espera de conocer los datos definitivos del trabajo del CEMOP. Eso de que la fuerza te acompañe.

[eldiario.es Murcia 21-11-2018]

La metáfora del cuarto poder

Este verano se estrenó en nuestro país ‘The Fourth Estate’ (El cuarto poder), una serie televisiva documental producida por la cadena estadounidense Showtime en la que sus autoras, dos mujeres, Liz Garbus y Jenny Carchman, repasaban desde las entrañas del diario ‘The New York Times’ el primer año de la presidencia de Donald Trump. En cuatro capítulos, se desgrana el proceso por el cual los periodistas de uno de los medios más influyentes de los Estados Unidos intentan separar el grano de la paja ante alguien que los considera enemigos.

Dean Baquet, editor ejecutivo del periódico desde 2014, fue el primer periodista afroamericano que llegó a ostentar una responsabilidad tan elevada. «Tenemos a un presidente que se siente cómodo mintiendo», denuncia en la serie. «Y una izquierda que no quiere oír lo que la otra parte tiene que decir, mientras la derecha se siente igual», apostilla. Desde el primer momento, Baquet se mostró seducido por este proyecto, aunque tuvo que hacer esfuerzos para convencer de ello a la Redacción del diario. Trabajar con una cámara a su espalda nunca es plato de gusto para un periodista de investigación. Si bien intentaban omitir nombres a la hora de hablar con sus fuentes, es normal que en ocasiones se les escapara alguno. El compromiso de las autoras del documental fue cortar esas secuencias. La Redacción contempló los cuatro episodios, ya editados, antes de su estreno, para comprobar que se cumplía el acuerdo tácito.

Hay una escena en uno de los capítulos que resulta especialmente significativa sobre la relación de Trump con la prensa. Es durante un acto político en una ciudad de Arizona, cuando el presidente azuza a los asistentes contra los informadores que cubren la noticia. Les dice que mienten al calificar de blanda su condena por los hechos racistas ocurridos en agosto de 2017 en Charlottesville, en el estado de Virginia. La gente se vuelve contra los periodistas, a los que increpan de forma ostensible. El pasaje recuerda aquel otro de los Evangelios en el que la muchedumbre aclama el indulto de Barrabás y la crucifixión de Jesús. Y Trump, desde el estrado, de todo menos magnánimo ante semejante panorama, sugiere que recojan sus cámaras y micrófonos y se marchen a casa.

Es esta una constante en Trump. En 2016, el entonces candidato republicano calificó al corresponsal de la CNN en la Casa Blanca, Jim Acosta, de ser «toda una joyita». Ya como presidente electo, en 2017, le impidió preguntar en otra rueda de prensa por pertenecer a una cadena donde, dijo, solo ofrecen ‘fake news’ (noticias falsas). Y la semana pasada volvía a hacerlo, vetándolo y provocando la retirada de su acreditación. No hay duda de que a la CNN, Trump la considera su bestia negra.

El comunicólogo de origen armenio Ben Bagdikian sostenía que los líderes de la democracia, al igual que los brujos, los reyes o los dictadores, suelen desplegar gran celo en el dominio de las ideas y poner la misma ambición en el control de la información que en el de las Fuerzas Armadas. Y hay, incluso, quien cree que la sola idea de que la prensa sea el cuarto poder, junto al legislativo, el ejecutivo y el judicial, resulte apenas una pura metáfora. Como reconocía Bob Woodward en estos días, esa misma prensa que ha mordido el anzuelo de Trump.

[‘La Verdad’ de Murcia. 13-11-2018]

La bandera, a izquierda y derecha

Es evidente que una parte considerable de la izquierda en España viene arrastrando desde la Transición un problema secular con la bandera nacional. A la muerte de Franco, la oposición socialista y comunista al régimen determinó que aquel símbolo había estado unido consustancialmente a él, por lo que abrazó la enseña tricolor republicana como suya.

Fue en 1977, y por 169 votos a favor, ninguno en contra y 11 abstenciones, cuando el comité central del recién legalizado Partido Comunista de España tomó el acuerdo de colocar la bandera bicolor del Estado español en todos sus actos, al lado de la del partido, roja con la hoz y el martillo. Su secretario general, Santiago Carrillo, sería el primero en aplicar esa norma: «Esta no puede ser monopolio de ninguna facción política y no podíamos abandonarla a los que quieren impedir el paso pacífico a la democracia. Hemos defendido la República, y nuestras ideas son republicanas; pero hoy, la opción no es entre Monarquía o República, sino entre dictadura o democracia», dijo hace más de 40 años.

Argumentar ahora los motivos históricos por los que la bandera bicolor no debe ser patrimonio de nadie se me antoja abrasivo. Se ha explicitado por activa y por pasiva que sus orígenes datan del siglo XVIII y que fue en 1843 cuando la entonces reina Isabel II la reconoció como enseña nacional, algo que, por cierto, no varió para nada tras la instauración de la Primera República, tres décadas después, que tan solo suprimió el escudo.

La eclosión en nuestro país durante la presente década de formaciones situadas pretendidamente aún más a la izquierda trajo consigo la proliferación de la bandera tricolor en sus actos principales en detrimento de la bicolor. Nada extraño si tenemos en cuenta lo que detallaba al principio de este artículo. Aquellos polvos trajeron estos lodos.

Algo que contrasta sobremanera con lo visto en Grecia, donde Syriza, la formación de izquierda radical que allí gobierna desde 2015, no tiene complejo a la hora de ondear la bandera de nueve franjas horizontales, en azul y blanco, que además contiene la cruz de la Iglesia Ortodoxa. Y ello, a pesar de que esa enseña se instaurara como oficial en 1969 durante el conocido como ‘régimen de los coroneles’, luego se sustituyera tras la caída de estos y se repusiera finalmente en 1978.

Y es que parece que a la izquierda helena no le produce tanta urticaria ese símbolo del pasado como le viene ocurriendo a cierto sector de la española de manera casi ancestral. Aunque también sea justo reconocer que poco ha ayudado a normalizar esta situación que haya estado casi proscrita por el nacionalismo excluyente en algunos territorios del país o el afán patrimonialista que de ello ha venido haciendo tradicionalmente una parte considerable de la derecha española.

El hecho de que nuestro Código Penal considere como delito las ofensas a la bandera nacional, contrasta con la decisión adoptada en su día por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos -un país donde ese símbolo se venera como pocos- de que su quema sea calificada como un ejercicio de la libertad de expresión. Qué cosas hay que ver.

[eldiario.es Murcia 12-11-2018]

De aquel Sábado Santo al ‘procés’

Es muy posible que muchos de los que tanto han ensalzado en los últimos tiempos la figura de Adolfo Suárez, hubiesen mostrado reticencias en su día a que este se reuniera con el secretario general del clandestino Partido Comunista de España (PCE), Santiago Carrillo. Fue una tarde de febrero de 1977 cuando el presidente del Gobierno y exministro Secretario General del Movimiento se entrevistó con el líder comunista, en el chalé madrileño del abogado José Mario Armero. Aquel encuentro duró cinco horas y, parafraseando el drama del gran Delibes, aunque Armero no fuese el actor principal sino más bien el intermediario entre los dos políticos ya desaparecidos, podríamos haberlo titulado ‘Cinco horas en casa de José Mario’.

Con el horizonte puesto en la convocatoria electoral de junio, Suárez era consciente de que unos comicios sin la presencia de las candidaturas del PCE no le otorgarían la vitola de resultar auténticamente democráticos. De aquella cita salió el compromiso implícito de la legalización, que tuvo como fecha para consolidarse y hacerse efectiva un paradójico Sábado Santo. Adolfo Suárez, equilibrista de la Transición, al que sí le dieron un golpe de Estado en la cara, con metralletas cuyas balas le silbaron muy cerca de su cabeza, el mismo que había dado su palabra de honor a los generales en una reunión previa de que nunca legalizaría el PCE, realizaba un nuevo triple salto mortal sin red que, como otros en sus años de vino y rosas, le saldría bien. La foto que acompaña este artículo es un compendio de todo aquello: en ella se ve al cardenal Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal, a Suárez y a Carrillo, departiendo en un acto público, a comienzo de los ochenta. La Iglesia, con los rojos, menudo sacrilegio: “Tarancón al paredón”, que se gritaba por aquellos días.

Tan detestables para algunos eran entonces Santiago Carrillo y su partido como hoy resulta cuanto envuelve al movimiento secesionista catalán y, en especial, sus presos y huidos. La entrevista reciente del secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, con el líder de Esquerra Republicana de Catalunya, Oriol Junqueras, en la cárcel de Lledoners donde se encuentra interno, o la de la eurodiputada Carolina Punset -expedientada para su expulsión por Ciudadanos-, con el expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en Waterloo, así lo han evidenciado. El simple contacto con cualquier elemento próximo al ‘procés’ es algo que resulta altamente peligroso y contaminante, como los radionucleidos. Parece darse a entender que el conflicto catalán tendría que arreglarse por ciencia infusa, sin posibilidad de diálogo, en una actitud que recuerda mucho a la utilizada tiempo atrás con el terrorismo en el País Vasco, cuando se negaban una y otra vez las conversaciones entre el Gobierno central y la cúpula de ETA, siendo evidente que las hubo y las había, por los unos y por los otros, llegando a calificarse en un momento determinado por todo un jefe del Ejecutivo español, no sin jactancia, como “contactos con el Movimiento de Liberación Nacional Vasco”.

Al igual como en ese tiempo había quien aseguraba que la presencia de la banda terrorista suponía un rédito electoral para determinadas opciones políticas, algo que siempre será discutible, hoy podría colegirse con similar argumentario que el problema catalán, también. La postura inamovible de aplicar con contundencia el artículo 155 de la Constitución y castigar con casi 180 años de cárcel a los políticos independentistas encausados, a los que se califica reiteradamente de golpistas, parece no ayudar mucho a la hora de solventar las cosas. Los últimos posicionamientos se sitúan entre la decisión de la Abogacía del Estado de retirar la acusación de rebelión para todos los implicados, rebajándola a sedición, en contraste con la desproporcionalidad que denuncian los independentistas en la petición de penas realizada por la Fiscalía, algo que justifican muchos de los constitucionalistas. En cualquier caso, el Tribunal Supremo tendrá la penúltima palabra -que no la última-, ya que tras la sentencia hay quien atisba un posible indulto desde el Ejecutivo de Pedro Sánchez.

Cabe recordar cómo en Escocia y Quebec se gestionó el brote separatista por parte de los gobiernos británico y canadiense. Es sorprendente que aquí, al tiempo que se ensalzó el resultado de aquellos procesos -con referéndum incluido, favorable al ‘no’ en ambos casos- y se insista en esa máxima de que es hablando como se entiende la gente, incluso que se nos llene la boca con la palabra ‘ejemplar’ al glosar nuestra Transición, conscientes de todo lo que esta implicó en renuncias y hasta en notables dosis de falsía, se mantenga la mirada alicorta a la hora de bregar en el intento de alcanzar soluciones por determinados derroteros en el asunto catalán. Algo que dice bastante sobre las verdaderas intenciones de los practicantes de lo que podríamos denominar, desde una pretendida libertad sin ira, la política del avestruz, aunque siempre haya quien considere que determinadas reflexiones, y quizá esta sea un ejemplo, no se ajustan a lo que ellos entienden como lo políticamente correcto. Ni siquiera aunque, por dejación o inercia, se vaya directo al abismo.

[eldiario.es Murcia 4-11-2018]