La burocracia nunca olvida

[A Carlitos, in memoriam]

Hacia finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, algunos hospitales públicos en nuestro país eran sitios lúgubres y ateridos, ornamentados en blanco y negro. En uno de ellos, una familia veía apagarse la luz de un niño de apenas una decena de años afectado de leucemia. Aquellos días de sufrimiento interminable resultaron baldíos para evitar lo inevitable. Una mañana, el crío murió en la cama de una de las habitaciones, rodeado de algunos de los seres que más lo quisieron y a los que él más quiso. Con la comprensiva complicidad de algún facultativo, uno de los familiares cogió el cuerpecito aún caliente y lo envolvió en una manta. Se lo echó en brazos y salieron a la calle. Pararon un taxi y pidieron al conductor que los llevara a una dirección de un barrio obrero en aquel Madrid grisáceo que tan crudamente retrata en ‘El pisito’ el inigualable Rafael Azcona. El chofer no hizo preguntas sobre aquel niño embozado o quizá pensó que iría dormido.
Tras velarlo en su domicilio, al crío lo enterraron al día siguiente en uno de los cementerios de la gran ciudad, sumidos en el dolor y la pena. Su padre, roto de amargura, lanzó a la fosa sobre el ataúd albar una colección de novelas de aventuras de ‘El Coyote’, pues el chico había heredado su afición por la lectura.
Varias décadas después, aquel hombre falleció ya octogenario y fue enterrado en la misma sepultura que su único hijo. Estuve allí y me rondó la tentación, antes de que los sepultureros pidieran el consentimiento para proceder, de asomarme para comprobar si en el fondo seguían los libros que me aseguraron que él mismo había arrojado. Finalmente, quizá por cierto pudor, no lo hice.
Hace unos días murió la madre de aquel niño. Tenía 97 años y en los últimos de su existencia el mal de Alzheimer la mantuvo ingresada en una residencia geriátrica. Fue cuando la burocracia, esa parte peyorativa de la Administración y que Balzac definiera como un mecanismo gigante operado por pigmeos, entró en juego y ejecutó su particular venganza: no podía ser enterrada en la misma fosa que su marido y su hijo debido a que la tumba estaba a nombre del primero y, para el registro, ella no constaba como titular. Sorprende que, en el siglo de la nuevas tecnologías, resulte imposible corroborar que alguien sea quien su propia familia dice que es. Tras múltiples gestiones, el funcionario municipal ofreció como alternativa que fuese introducida en un nicho habilitado para un periodo de diez años y que luego, si nadie reclamaba aquellos restos, pasaría al osario. Así se hizo, ya que no era cuestión de alargar la situación en una disputa de incierto resultado. Ya puedes hacer lo que quieras, que todo acaba en nada, como le reconoció un vehemente Juan Marsé –que también se inició en la lectura con las novelas del malogrado José Mallorquí– a Enric González, hablando una vez sobre la muerte.
El hombre que arropó a aquel niño inerte hace más de sesenta años, burlando cuanto hubiera supuesto emprender el proceloso papeleo para sacarlo del hospital, fue mi padre. El crío, mi primo, y sus padres, mis tíos. Estos días he reparado en que a veces la vida te juega estas malas pasadas, como exigiendo que le devuelvas la moneda que le sisaste una vez. Si entonces fue posible driblar a la burocracia, parece que en esta ocasión el destino se la tenía guardada a mi familia. Enterramos en la soledad que solo otorga la melancolía, su hermana menor y mis hermanos, a la madre de aquel niño, quien no descansará junto a él, como siempre fue su anhelo, por culpa de un mero trámite administrativo. Maldita burocracia, que nunca supo de sentimientos ni compasiones, y malditos sean los que de ella hacen un uso tan putrefacto como intransigente.

[‘La Verdad’ de Murcia. 27-4-2018]

El zumbido del moscardón

La censura nunca ha dejado de revolotear por nuestro país desde que allá por 1502 la instauraran los Reyes Católicos. En el franquismo fue especialmente implacable. Antes de acabar la Guerra Civil, en 1938 se promulgó la durísima ley que inspiró Serrano Suñer y que se prolongaría a lo largo de casi tres décadas. Una prensa férreamente controlada por el régimen, con directores nombrados y cesados por el Gobierno, siempre obedientes a la consigna de turno y al mando de unos periodistas a los que se definía como “apóstoles del pensamiento y de la fe de la nación”. Hasta 1966 perduró aquella más que rígida legislación, maquillada entonces por la denominada ‘Ley Fraga’, que acababa con la censura previa, si bien, por ejemplo, aún contemplaba el secuestro de publicaciones. La Ley para la Reforma Política de 1977 suprimió parcialmente esta última medida, con la excepción de los casos en los que las informaciones profirieran ataques a la unidad de España, la monarquía o las fuerzas armadas.

Hecho este sucinto repaso histórico y transcurrido un tiempo más que prudencial, da la sensación de que el panorama de la información en nuestro país no ha evolucionado tanto como era de esperar. Con un sistema democrático aparente, un parlamento diverso en su espectro ideológico y una legislación que, en teoría, aboga por la libertad de expresión que se consagra en la Constitución de 1978, en España siguen ocurriendo muchas cosas al respecto. Porque, aunque cueste creerlo, se siguen secuestrando publicaciones cuando las denominadas nuevas tecnologías ya han sobrepasado -y de qué manera- los caducos sistemas de difusión de antaño.

Cuesta reconocer repasando el comienzo de este artículo que, para algunos, tan poco haya progresado este país. Y es que hoy todavía se practican procedimientos más propios del siglo pasado que del actual. Pervive una censura que ya no funciona como entonces, ciertamente, porque ahora es más sibilina. Se sondea al individuo -o a su entorno más inmediato- y se le insta a proceder con algo mucho peor e incluso execrable: la autocensura. Un reciente informe de la Asociación de la Prensa de Madrid reconocía que un 75% de los profesionales accede a las presiones y que un 54% se autocensura. La precariedad laboral y el miedo a perder su puesto de trabajo suelen figurar en el trasfondo de este panorama tan poco halagüeño. Pérez-Reverte denunció el otro día que vivimos un momento terrible por la autocensura y alertaba de que peligra la única garantía de libertad: la prensa libre. Y Soledad Gallego-Díaz, reciente premio Ortega y Gasset, sostiene que cuanto más débil sea un periodista, más posibilidades hay de que lo manejen.

Ahora bien: ¿quiere decirse que el campo de la información ha de ser algo absolutamente libre, sin regulación deontológica alguna? Para nada. Hay profesionales que disienten abiertamente de la denominada autorregulación de los medios, aunque coincidieran en que ni periodistas ni empresarios del sector deberían vulnerar nunca el derecho a la información del que goza la sociedad. Pero la autorregulación jamás ha de confundirse con la autocensura. Decía García Márquez que la ética debía acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón. Casos recientes, como el asesinato del niño Gabriel Ruiz, ponen en evidencia que no todo vale en el periodismo. Parece que de poco o nada sirvió la experiencia de hace 25 años con el crimen de las tres niñas de Alcàsser. Y que quizás ese fuera el punto de partida hacia la debacle de unos medios audiovisuales en este país, a la hora de prestar cobertura a desgracias perpetradas por seres en extremo tan sórdidos de nuestra sociedad.

[‘La Verdad’ de Murcia. 10-4-2018]