No solo plátanos

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El gesto del plátano que un cafre le lanzó a Dani Alves en Villarreal, y que éste se comió, simboliza no solo el rechazo frontal al racismo sino también a la sinrazón que en general campa por los estadios de fútbol. Una acción aún si cabe más trascendental que la instintiva del jugador brasileño del Barça fue la que protagonizó el delantero Samuel Eto’o, en Zaragoza, en 2006, jugando con el conjunto azulgrana. En un momento del partido, y ante la profusión de insultos racistas que recibía desde la grada, el camerunés explotó: “¡No más!”. Acto seguido, enfiló hacia el túnel de vestuarios ante el desconcierto del árbitro, compañeros y rivales que intentaban convencerle para que permaneciera sobre el terreno de juego. Ronaldinho, que en un primer momento hizo atisbo de secundar su actuación, lo siguió hasta la banda donde el técnico holandés Frank Rijkaard le hizo entrar en razones. Pasado el lance, Eto’o siguió jugando.

Pero no solo insultos de corte racista son los que recibe un futbolista en un estadio. Carlos Gurpegui, jugador del Athletic de Bilbao, ha venido soportando otro tipo de calificativos desde que en 2002 se viera envuelto en un oscuro proceso de dopaje. Aunque la Agencia Mundial Antidopaje retirara en 2005 de su lista de productos dopantes la sustancia detectada en la orina del futbolista navarro, en nuestro país esta se mantuvo. Tras ser sancionado con dos años de suspensión e iniciarse un proceso de reclamaciones, el jugador cumplió el castigo entre 2006 y 2008, regresando ante el Real Madrid, en el Bernabéu, donde ya escuchó por vez primera desde el graderío ocupado por los ultras un epíteto que le persigue desde entonces: “¡Yonki!”.

Conviene no obviar, por ejemplo, que por un caso similar ocurrido en 2001 durante su estancia en el Brescia italiano, a Pep Guardiola se le sancionó con cuatro meses de suspensión, una multa e incluso pena de cárcel, que evidentemente no cumplió. Seis años después, un tribunal de apelación lo absolvería. Pero todo aquello o se ha querido olvidar o quizá la trayectoria posterior del catalán lo haya eclipsado. O acaso se trate del distinto rasero con el que, a veces, se miden las cosas en el proceloso discurrir de la vida.

Sencillamente se va la vida

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Hay una canción de Lluís Llach, de las más hermosas del cantautor gerundense, que tituló ‘Un núvol blanc’ (Una nube blanca). Es una composición en catalán que publicó hace casi treinta años, en la que se mezclan la añoranza y la melancolía, y que escucho de vez en cuando. Ahora, he vuelto a hacerlo. Y lo he hecho porque este 2014 está siendo cruel, despidiendo de forma prematura a compañeros del gremio con los que tuve la suerte de convivir.

Fue el caso de Gerardo Aguilar, a principios de año, casi sin que nadie se enterara, como si éste no quisiera hacer mucho ruido; él, al que tanto le gustaban las cosas a lo grande y con estruendo. A Gerardo, que era como era, lo supongo haciendo ‘mutis por el foro’ con esa risa contagiosa que se gastaba ejerciendo de ‘dandy’ del oficio.

Luego se nos marchó Tito Bernal, en poco tiempo, quizá porque lo que realmente quería era contemplarnos desde lo más alto, como había probado a hacer últimamente desde un autogiro.  Fue un reportero gráfico ya casi en extinción en el periodismo de provincias, de esos capaces de adelantarse al redactor con la primicia bajo el brazo.

Patxi Gomariz fue el tercero en discordia. Y también lo supongo con ansias de volar, pues había fundado un digital al que nombró ‘El Pajarito’ y que se convirtió en una especie de mosquito zumbón y molesto para con determinadas esferas del poder. Dejó dicho a sus más allegados que no quería excesivas tristezas.

La última ha sido una mujer: Carmen Guzmán. Comenzó muy joven, para marcharse a la Escuela de Periodismo y enrolarse en varias publicaciones madrileñas. Acabó en el gabinete de prensa del PSOE, con Felipe González y Alfonso Guerra preparando su aterrizaje en La Moncloa del 82. Seguro que Carmen pudo haber elegido algo mejor, si bien optó, algún tiempo después, por volver a su tierra. Lo hizo a la agencia Efe y no como delegada, sino como redactora. Se pateó miles de ruedas de prensa y sucedió a su padre en la dirección de la Vuelta Ciclista a Murcia. Recién llegada, cuando nos conocimos, quizá por la osadía que sólo presta la juventud, le pregunté una noche por ello. Le dije que cómo no había elegido un destino más goloso. Me contestó enigmática entonces que algún día me lo explicaría. E intuí que en su respuesta subyacía algo que cada vez se estila menos: una simple cuestión de principios.

Y ahora, cuando Gerardo, Tito, Patxi y ella misma se nos han marchado, vuelvo a escuchar las estrofas de un melancólico Llach, uno de los padres de la ‘nova cançó’. Esas que, de forma tan descarnada como sutil, nos recuerdan lo efímero de todo esto: Senzillament se’n va la vida, i arriba / com un cabdell que el vent desfila, i fina…”.

[‘La Verdad’ de Murcia. 18-4-2014]

 

Jesús Ortega, un león entre fogones

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                                     © Fotografía de Joaquín Reyes

Que no se puede cambiar de pasión, lo dice un estrambótico personaje de ‘El secreto de sus ojos’, la enorme película con la que el argentino Juan José Campanella ganó el Oscar a la mejor cinta extranjera en 2010. Pablo Sandoval, asistente del agente judicial Benjamín Espósito, explica en un momento determinado a su amigo que “un tipo puede cambiar de todo. De cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios… Pero hay una cosa que no puede cambiar. No puede cambiar de pasión”.

Algo así le ocurre a Jesús Ortega López, cocinero autodidacta e hincha del Athletic Club de Bilbao. De sus pasiones hablamos con él, en su pueblo, Ricote, donde su familia lleva radicada en el negocio de la hostelería desde hace casi un siglo. La Guía Repsol le otorgó recientemente su máxima distinción: un Sol.

Llegamos al restaurante ‘El Sordo’ a media tarde, con un sol tan generoso como es el propio Valle de Ricote, y yo llevaba un cuestionario en el bolsillo. Nos recibió Jesús Ortega en la barra del local y, tras saludarnos, dispuso que la conversación resultaría más amena si la emprendíamos con sendos gin-tónics de por medio. A los cinco minutos, y ante su avalancha verbal, desistí de mirar el listado de preguntas que me había preparado.

A Jesús y a mí, sin ser vascos de nacimiento, nos apasiona el Athletic. Y claro, por ahí tuvo que comenzar el diálogo. De entrada, me contó una anécdota sorprendente. Hace unos años, se marchó con su hija a Bilbao para visitar las instalaciones de Lezama, auténtica cuna del fútbol vizcaíno. Al llegar, un empleado les dijo que el equipo estaba realizando la pretemporada en Papendal, en Holanda, y Jesús, ante la ‘sugerencia’ de su hija de que por qué no viajaban hasta ese enclave, entre las ciudades de Arnhem y Utrecht, muy cerca de la frontera con Alemania, no se lo pensó dos veces: y cogió carretera y manta, sin saber muy bien la distancia que separaba a ambas localidades. Tras recorrer unos 1.500 kilómetros, llegó al lugar de concentración y, al explicar su aventura, dejó perplejo al delegado del club. ¿Desde Murcia a Holanda?, debió preguntarse aquel, entre la sorpresa y la incredulidad. Jesús le pidió fotografiarse con algún jugador y el empleado rojiblanco se marcó una ‘bilbainada’: “Después de tu proeza, con alguno no, con todos”. Y, tras la sesión de entrenamiento, mandó formar a la plantilla para que Ortega y su hija cumpliesen tan ansiado deseo.

Todos quieren ser El Bulli o Adrià

Esta historia, contada por su protagonista con todo lujo de detalles, pone bien a las claras que se trata de un tipo pasional. En todo en la vida: en el fútbol, en el amor, en hablar de su tierra y, lógicamente, en la cocina. “La cocina se basa en el respeto y la tradición. Ahora todos quieren ser ‘El Bulli’ o Ferran Adrià. Y claro, se estrellan”, me explica con vehemencia. “Es fundamental no engañar con el producto. Yo no puedo ofrecer al cliente una merluza de arrastre por una de pincho. Mira, el foie que yo hago, según la receta que aprendí en la Provenza, carece de grasa. Te puedes comer cuanto quieras. No te cansa. Y la cocina es eso: no tiene que cansar”.

Jesús me habla de la sensibilidad con la que hay que tratar el género. Y recuerdo  lo que decía el maestro de reporteros, el polaco Ryszard Kapuscinski, de los periodistas, pero que él aplica a su gremio: “Para ser buen cocinero, hay que ser buena persona”. Cuando le ha hablado a los futuros profesionales, lo ha hecho con realismo y generosidad. Él, autodidacta entre fogones pero estudioso no solo en los libros, sino recorriendo pueblos y caseríos manchegos para que le desmenuzaran la auténtica receta del mejor gazpacho. “La generación que ahora estudia hostelería será la mejor. La pena es que nace en un tiempo como el actual, tan difícil y complejo”, se lamenta.

Le pregunto por la cocina regional y reconoce que, no hace tanto, “en Murcia estaba Raimundo y nadie más. Salías por ahí y todo el mundo te refería el Rincón de Pepe”. Y añade que ahora aquí hay gente que sabe muy bien lo que hace. Sin embargo, Ortega es capaz de ser autocrítico y decir que la hostelería está pagando un precio muy elevado por una falta de profesionalidad de etapas pasadas en las que al cliente no se le trataba como merecía.

“¿Habrá algo más reconfortante que un buen bocadillo de caballa con mayonesa o uno de mejillones como Dios manda?”, me pregunta cuando le digo que Juan Mari Arzak adora los bocatas suculentos.

La cornisa cantábrica y Cataluña

Me fija sus referentes en la cocina de la cornisa cantábrica y en la catalana, que él conoce muy bien. Ambas tienen un basamento ancestral, transmitido de padres a hijos, cimentado en la más pura tradición.

Alaba los vinos de las denominaciones de origen murcianas y subraya el fantástico microclima de Jumilla, con oscilaciones térmicas que rubrican sus generosas cepas. “Ahora, hay más vino que consumo”, se sincera.

Jesús Ortega te salpica con múltiples historias su relato. Pasamos de la gastronomía al fútbol, sin solución de continuidad, y ya vamos por el segundo gin-tónic. Su mujer, imbuida por el amor a unos colores que profesaba su marido, se fue hasta Bilbao para dar a luz a su último hijo. Jesús respeta la tradición de que en ese equipo solo puedan jugar futbolistas nacidos en las Vascongadas, Navarra o La Rioja. El niño se llama León y quién sabe si en un futuro pudiera correr la banda en San Mamés. También me cuenta lo que le ocurrió a un sacristán del pueblo cuando rezaba el rosario por el altavoz de la iglesia, mientras oía por un auricular un partido del Athletic en la Copa de Ferias que daban por la radio. Durante una de las estaciones marcaron los leones, y fue tal su alegría que no se pudo contener, exclamando a viva voz: “Gol, gol, gol del Bilbao”. Las beatas casi pidieron su excomunión por irreverente. Años después, aquel hombre bueno, me cuenta Jesús, quiso ser amortajado con la bandera de su Athletic. Y es que una pasión siempre es una pasión.

[Revista Gastrónomo. Abril 2014]  

 

De Suárez y Gwendolyne

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Rara vez se habla mal de un finado. A los españoles nos va mucho eso de elogiar al muerto. Estos días, al inolvidable Adolfo Suárez, alguien lo ha querido subir a los altares sin ni siquiera pasar por la beatificación. La de estupideces que hemos tenido que escuchar y leer por quienes aseguraban haber vivido hasta experiencias extrasensoriales junto al duque. Y algunos, sin cortarse un pelo, rozando el patetismo.

Entre 1969 y 1973, Suárez ostentó la dirección general de RTVE, un lugar que ya conoció años atrás en los que había ocupado otros cargos de relevancia. El jefe de su secretaría de despacho fue un murciano, Matías Navarro Gómez, joven licenciado en Derecho que había entrado por oposición en la casa. Matías coincidió con aquel Adolfo Suárez treintañero, chulesco e impetuoso que, avalado por Fernando Herrero-Tejedor, anhelaba ser ministro. Mucho podría contarnos de aquellos tiempos en los que el abulense se empeñó en dar a conocer la figura de los futuros reyes a todos los españoles. Su obstinación se hizo aún más evidente cuando se negó a ofrecer, en directo, nada menos que la boda de la nieta de Franco con Alfonso de Borbón, también aspirante al trono.

La presencia de Suárez al frente de la radio y televisión públicas nos legó series y programas como ‘Crónicas de un pueblo’, que dicen le insinuó el mismísimo Luis Carrero Blanco; ‘Un, dos, tres… responda otra vez’, exitazo de Chicho Ibáñez Serrador; el innovador ‘Estudio Abierto’, con José María Íñigo, en la entonces UHF, o ‘Por tierra, mar y aire’, ese espacio dedicado a los ejércitos que le planteó su luego fraternal Manuel Gutiérrez Mellado.

Fueron años en los que se cimentaron las bases para lo que vendría después. Ello, a pesar de que se suponía que todo quedaría ‘atado y bien atado’. En el festival de Eurovisión de 1970, el equipo directivo de TVE apostó por una balada y nos representó en Ámsterdam un hierático Julio Iglesias, con la canción ‘Gwendolyne’. Quedó en un digno cuarto lugar, pero resultó evidente que, a partir de todo lo entonces vivido, para él, para Suárez, y supongo que también para Matías, la vida ya no siguió siendo igual. Ni ellos, acaso, ya fueron los mismos.

[‘La Verdad’ de Murcia. 3-4-2014]