Banderitas e idiosincrasia

Pasodoble de la Bandera – Las Corsarias / Marujita Díaz

Estos días, como quiera que al parecer se está disputando cierto campeonato futbolístico que trae de cabeza a más de uno –mea culpa–, las balconadas de las ciudades –imagino que no en todas– se hallan especialmente pobladas de banderas rojigualdas. En uno de los bares que frecuento, su propietario acaba de colocar una de dimensiones considerables tras la barra que, la verdad sea dicha, impresiona. Hoy, mientras saboreaba sendos mejillones escabechados con una friísima copa de cerveza, le he dicho algo que llevaba tiempo barruntándome: “Mira, si esa bandera la hubieras colocado ahí hace 15 o 20 años, te hubieran preguntado si es que eras de Fuerza Nueva”. El hombre, que apenas supera la treintena, me ha contestado que era algo que le costaba creerlo a alguien que nació algún que otro año después de la muerte de Franco, y del que tan sólo supo por los libros o por lo que pudo escuchar a sus mayores.

Que el sentimiento patriótico mayoritario nos surja a los españoles cuando juega la selección de fútbol, no está mal. No lo diré yo. Máxime cuando carecemos de soportes al uso como la letra del himno nacional, sobre la que nunca nadie se puso de acuerdo para plasmarla de forma definitiva. Lo que pasa es que, aún hoy, que alguien vea a alguien con una banderita española en la solapa o en un llavero o en una pegatina del coche, suele contener un cierto tufo fachoso. Complejos de la idiosincrasia española. Y a ver por qué. Así de tontos suelen ser algunos, convencidos ignorantes de que en otros países como Francia, Alemania, Inglaterra, y ya no digamos Estados Unidos, la bandera es casi parte consustancial de la vida de sus ciudadanos. Lo que ocurre es que aquí, en esta España nuestra, como solemos confundir a menudo el culo con las témporas y la velocidad con el tocino, hay quien aun cree que la bandera fue un invento iluminado y veraniego de aquel puñado de militares insurrectos. Y sólo les bastaría leer un poco para saber que esa era una enseña que ya ondeaba, transcurriendo el siglo XVIII, en lo más alto de los pabellones de los buques de guerra que surcaban las procelosas aguas en los garzos y briosos mares que con ímpetu atravesaban.

De ‘La Furia’ a ‘La Roja’

No quiero ser agorero, pero si el camino de la Selección española se viera truncado esta noche ante Honduras o el viernes contra Chile, tendríamos que deducir que el globo de ‘La Roja’ nos estalló con estruendo a todos en las narices como les pasa a los niños. Muchos han sido los que han llegado a calificar a esta pléyade de jugadores como la mejor camada de la historia del fútbol español. Yo albergo algunas dudas, motivadas en parte porque quizás aún sostengo principios de un cierto romanticismo en lo que al balompié se refiere, como en otras tantas cosas de la vida. A ello añadiré que el momento por el que atraviesan otras selecciones no es el óptimo, y me remito a los casos de Italia o al todavía más vergonzante de Francia, con lo que, en el Viejo Continente, casi nos dejan solos ante el peligro de las potencias que suponen Brasil o Argentina.

He hallado por casualidad esta foto de un partido internacional de finales de la década de los años cincuenta o principios de los sesenta del pasado siglo. Distingo en ella a Di Stéfano, a Kubala y a Gento. Tres leyendas, tres genios con el balón en los pies. Sin embargo, con ellos España no ganó título alguno, aunque cueste creerlo. Años después, en 1964, el combinado nacional alcanzaría el Europeo ante la URSS, único trofeo en sus famélicas vitrinas hasta que, hace dos, volviera a ganarlo. Todo hacía presagiar que, tras aquel sonado éxito de junio de 2008, llegaríamos en alfombra al Mundial y que, poco menos, nos lo llevaríamos de calle. La modesta Suiza nos hizo bajar de la nube, con lo justo. Y esta noche toca Honduras. Ya veremos lo que pasa. Aunque insistiré en que por albergar todas las esperanzas, que  no quede.

Saramago por aquí

Una noche de hace quizá ya una década, cenamos con José Saramago en el Casino de Murcia. Lo había traído el profesor Victorino Polo a entregar un premio que avalaba la Universidad y abonaba una caja de ahorros. A un grupo de periodistas nos ubicaron en una mesa contigua a la del Nobel. Recuerdo que al escritor portugués apenas lo dejaron probar bocado, ya que eran constantes las idas y venidas de los asistentes para que les firmara un libro o les permitiera inmortalizar el momento a través de una foto. Yo pensé en esto último, pero entonces todavía no se prodigaban los teléfonos móviles con cámara incorporada, así que, arrastrado por mi timidez, me quedé sin retrato. Otros, más previsores sin duda, iban pertrechados para la ocasión.

Con Saramago intercambiamos algunas palabras. Me pareció alguien muy lejano del divismo y la distancia con que otros, de bastante menos fuste literario que él, se suelen adornar en sus comparecencias públicas. Fallado el premio, y ya avanzada la medianoche, levantamos la sesión y observé un gesto de evidente cansancio en el rostro de quien ya se presumía firme aspirante a octogenario. Saludó cortésmente en su despedida y se marchó a su hotel.

Ahora que se acaba de ir definitivamente, sin hacer mucho ruido, tan silente, en su amada isla/refugio de Lanzarote, sé que lloverán elogios y denuestos sobre su persona y obra. Yo, por lo pronto, diré que disentí de su ideología, si bien no creo que fuese demasiado incoherente con su forma de vivir. De su valoración literaria puede dar fe el eco fecundo que su obra tuvo en el lector a lo largo de todos estos años y que, como no podría ser de otra forma, sobrevivirá a su muerte.

Al margen de lo fundamental, y como anécdotas de aquella estancia murciana de Saramago, referiré dos sucesos: uno, el lamentable accidente que acaeció en el salón en el que se servía la cena, cuando la impericia de un camarero provocó una ducha escocesa de cerveza sobre una comensal que ocupaba silla en mi misma mesa; y dos, que al día siguiente, cierto avispado locutor televisivo, al dar la noticia de la presencia en la ciudad de tan afamado escritor, diría con gesto entre contrariado y sorpresivo algo así como que a la entrega de un premio literario “había asistido el escritor portugués José Samago” evidenciando no ya que no supiera de la existencia –y quizá ni siquiera hubiera visto la cubierta de algún libro expuesto en un escaparate– de obras como El evangelio según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, La balsa de piedra o Caín. Es que aquel nombre, para aquel hombre, el del reciente Premio Nobel de Literatura (1998), le sonaba poco menos que a chino, birmano o togolés. Curiosa circunstancia para quien presumía de ser alguien que tenía como sagrada misión informar a diario a los demás de cuanto acontecía a sus alrededores. Y vaya prenda que se perdió una vez el mundo catódico.

El periodismo era otra cosa

Desde que un día determinados asesores en materia de comunicación asumieron que ellos controlarían a su antojo el flujo informativo, el periodismo dejó de ser lo que era hasta entonces. En el momento justo en el que los gabinetes de prensa comenzaron a inundar las redacciones de comunicados intoxicantes y los medios a aceptarlos como trabajo hecho, la razón de ser del periodista pasó a un segundo plano. Luego llegarían los cortes de voz, editados para las emisoras de radio, y tras ello también los vídeos.

Mucha gente, ajena al mundanal ruido periodístico, se ha sorprendido estos días al saber que RTVE introducirá en su próximo libro de estilo una serie de normas de funcionamiento informativo. Una de las que más ha llamado la atención ha sido la determinación de no proseguir con una moda o costumbre imperante en la última década: que las conexiones en directo para las televisiones, en incluso las informaciones, en campaña electoral, se hagan con la imagen que proporcionan y editan los propios partidos políticos. Es ésta la antítesis de todo periodismo que se precie, por la que se tiende a domesticar a los profesionales con el beneplácito de sus empresas audiovisuales, alborozadas ellas por atemperar gastos a la hora de dar cobertura a las siempre costosas campañas previas a unas elecciones.

La intoxicación a la que a diario se somete a los medios de comunicación puede llegar a ser tremenda. Fue primero mediante sobre o mensajero, luego vía fax, y ahora a través del correo electrónico, como se inundaba a éstos de notas interesadas procedentes del ávido emisor. A ello habrá que añadir que, en el e-mail, se adjunta el corte de voz del protagonista en el que, por lógica, dice lo que quieren que diga en las antenas de las radios. Y nada más. Y nada menos.

Para añadir más leña al fuego informativo, de un tiempo a esta parte se ha popularizado una nueva modalidad de comparecencia pública: las ruedas de prensa sin preguntas, en las que un portavoz se sube al estrado, lanza su soflama y se marcha sin atender a cualquier cuestión que le pueda plantear el periodista de turno. La más reciente y vergonzante comparecencia la protagonizó hace sólo unos días el ínclito presidente del Gobierno italiano, Silvio Berlusconi, durante la visita de su homólogo español. Como Il Cavaliere no quería preguntas, presentó a Zapatero como a un santo [acababa de ser recibido por el Papa] e hizo mutis por el foro.

Ojalá que las intenciones del anunciado libro de estilo de RTVE se vean cumplidas y que, como un reguero de pólvora, cuajen en los demás medios de nuestro país. Y me alegro de que haya sido el mío, un medio de comunicación de carácter público, el que dé el primer paso en ese sentido. Porque, convendrán conmigo, hay que parar esto de alguna forma y de una vez por todas.

Cavadas, el nuevo Prometeo

Sueño de amor / Franz Listz

En el nuevo ABC he leído esta mañana una entrevista con Pedro Cavadas, al que me he permitido twittear como el nuevo Prometeo. El titular de la misma me ha llamado poderosamente la atención. Dice el cirujano que su consulta está entre Lourdes y la papelera de reciclaje. Y añade también que “la vanidad es como el acné: tiene una época y después se cura o se debería curar” para concluir que “hacerse mayor profesionalmente es tener claro el norte”.

Cavadas descarta ser el doctor milagro. Y lo argumenta en sus sólidos principios, como que “tienes que estar muy, muy seguro cuando le dices a un paciente que no hay nada que hacer porque es posible que se lo crea”.

Si digo que Cavadas es el nuevo Prometeo, por no caer en la tentación de equipararlo al arcano personaje de Mary Shelley, es por su arrojo profesional. Cuenta que a su consulta llega gente desesperada, aquella a la que no aceptan en ningún sitio y que, al final, prueba suerte con él.

Le he leído otra certera reflexión, con la que comulgo cada día más. Dice Cavadas que “la sanidad gratuita ilimitada y a caño libre con cargo a las arcas del Estado no es realista. No se puede pagar. Pero el que meta mano a eso perderá las elecciones”. Una gran verdad que demuestra que, para la clase política, siempre una cosa será predicar y otra dar trigo.

Este nuevo Prometeo, que admira al continente negro y que un día, quizá, halle allí su retiro, sigue buscando retos. Tampoco cree en “los circos innecesarios”. Busca poner un poco de paz en medio del tormento del ser humano. Y como Prometeo, es posible que muchos vean en este cirujano al creador de hombres a los que, a semejanza del Titán amigo de los mortales, modela no con barro sino con bisturí.