El arqueólogo de la copla

Cuando la copla vagaba por las estepas del olvido, Carlos Cano la trajo a su regazo para resucitarla. Era un tiempo en el que se tildaba de demodé una expresión artística que durante muchos años fue señuelo para aderezar fiesta, juerga y jolgorio en un país casi acartonado. Pero llegarían las composiciones foráneas, aquellas en lengua extraña, para desbancar a lo que algunos calificaron despectivamente como canción española. Quizá por ello, Carlos Cano les espetara un día que, en todo caso, no era ni lo uno ni lo otro: que era copla y andaluza.

Aquel mozalbete granadino, del barrio del Realejo, alto y moreno, de pelo anillado y azabache, habría de ser quien pusiera luz y lógica ante lo que, a lo mejor, no era políticamente correcto: reivindicar la música nuestra, la de siempre y, además, cantada en nuestro propio idioma. Porque habían sido muchos los años en que esas canciones parecieron ir intrínsecamente ligadas al sistema autocrático, como con la bandera, el himno u otra simbología al uso se pretendiera también hacer. Carlos Cano edulcoró la copla como nadie, la hizo suya y la proyectó con creaciones propias que llegaron a cautivar a tan reconocidos escritores como Saramago, Vargas Llosa o Maalouf.

Ahora se acaba de cumplir una década desde que nos dejara. Se le quebró el corazón, grande y generoso, una desgraciada madrugada, a la siempre pronta edad para morirse como son los 53 años. La aorta no aguantó más, y reventó. Había rehecho su vida –curioso eufemismo– y vuelto a saborear, ya en la madurez, las mieles de la paternidad. Pasados estos años, su legado es pasto de pleitos entre los que se consideran sus legítimos herederos. Y es que lo suyo no eran bagatelas. En su ‘Esperando las golondrinas’, ya nos cantaba premonitorio:

“Bajo el laurel y la espiga / con el alma enamorada / y la mirada encendida / te espero cada mañana. / Yo no sé por qué te fuiste / cuando más falta me hacías”.

Pues eso, Carlos. Eso mismo.

A propósito de Wikileaks

El fenómeno desatado con Wikileaks pone en evidencia que, quizá ahora sí, la prensa pueda convertirse en eso que algunos llamaron el cuarto poder, algo que siempre se dijo. Hasta ahora, prácticamente, los Gobiernos podían controlar la información, es decir, lo que podían saber y lo que no debían conocer los ciudadanos. Sin embargo, la cascada de revelaciones de este portal ha supuesto una situación de descontrol hasta ahora desconocida. Que se filtren desde el Departamento de Estado de los Estados Unidos más de 250.000 documentos no me parece una casualidad. A los avances tecnológicos hay que unir que cada vez son más precisos los intentos por intervenir una información considerada de alto secreto. Y ésta es la prueba.

Wikileaks no es un colectivo altruista de hackers que se dedican a boicotear y a entrar en los ordenadores supuestamente blindados, como hacía aquel jovenzuelo en la película Juegos de guerra por simple curiosidad. Esto va más allá. El otro día leí que Wikileaks está compuesta por 5 personas digamos que en plantilla, unos 500 colaboradores y miles de voluntarios repartidos por el mundo.

A mí, todo esto me recuerda mucho a lo descrito por el periodista y escritor sueco Stieg Larsson en su trilogía Millenium. Hay muchas connotaciones de similitud en todo este entramado.

Y otro dato más que no debemos olvidar: Wikileaks ha elegido medios escritos, tradicionales y de gran difusión e influencia, para que actúen de altavoz en la propagación de sus revelaciones. Son el diario británico The Guardian, el estadounidense The New York Times, el francés Le Monde, el español El País y el semanario alemán  Der Spiegel. Es decir, hablamos de un entramado perfectamente combinado entre última tecnología (Internet) y periodismo de siempre (prensa de papel).

*Post elaborado con los argumentos que he esgrimido hoy en una tertulia periodística celebrada en el programa ‘Hoy por hoy’, de la Cadena Ser en la Región de Murcia

Diario de un prodigio (LXXIII)

La fugacidad del tiempo la advertimos en esos pequeños detalles que nos otorga la vida, como a mí me ocurrió ayer al subir a un ascensor. Era el de un inmueble en el que habité en el pasado. Fui a ver a un amigo convaleciente quien, por cierto, no estaba. Quise imaginar que eso era buena señal, pues intuí que andaba en franca recuperación y paseando por la ciudad.

Ocurre que no nos damos cuenta de los años transcurridos hasta que reparamos en un algo. Busqué en los buzones el piso exacto al que yo iba. Y descubrí el que me sirvió para recibir cartas que entonces consideré trascendentales en mi vida. Estaba lleno, copioso de correo de alguien que, intuí, no habitaba en la que un día fuera mi casa. La curiosidad me hizo leer el nombre del inquilino al que se dirigía toda aquella correspondencia. Deduje que la vivienda, que yo disfruté en régimen de alquiler, seguía perteneciendo a mi antiguo casero.

Subí al ascensor y vi el botón que apreté durante dos años de mi existencia para que aquel habitáculo se elevara hasta el sexto piso. Me dio un escalofrío al evocar alguna de las vivencias allí sentidas. Como ya he dicho, mi amigo no estaba. Bajando hacia la puerta, hice memoria. Habían pasado más de veinte años desde mi salida. Y ya ni recordaba si alguna vez había vuelto por allí. Qué fragilidad la mía.