En la muerte de un recluso [literario]

A pesar de sus devaneos continuos con las tendencias suicidas, J. D. Salinger se ha muerto a los 91 años. Más de la mitad de su longeva existencia la consumió aislado, pero siempre escribiendo. Abrumado por su obra cumbre, El guardián entre el centeno (1951), optó por una misteriosa retirada. Dejó la gran ciudad por el campo. Cambió Nueva York por Cornish, en New Hampshire. Al dar la noticia de su óbito, The New York Times habla del “recluso literario”. Por voluntad propia, sin duda alguna.

Mark David Chapman, el asesino de John Lennon, confesó que en las páginas salingerianas podría hallar, quien lo quisiera, la explicación a su crimen de lesa humanidad. Y la hija de Salinger, Margaret, se destapó hace diez años con una demoledora biografía de su progenitor, en la que detalló al mundo las controvertidas excentricidades del que para muchos ha sido un genio de las letras y el pensamiento.

En la prestigiosa The New Yorker, Salinger publicó un cuento que tituló Un día perfecto para el pez plátano cuya lectura nunca dejará a nadie indiferente. Su autor, como todo creador que se precie, transmitía vivencias propias en las páginas que componía. Al conocer su desaparición, he vuelto a leerlo. No en el viejo y gastado libro de biblioteca que lo hice por vez primera, sino en el moderno e-book del que acabo de disponer. Y confieso que, aunque el texto sea el mismo, la sensación no me ha resultado idéntica. Y no sé si ello se deberá a una cuestión estrictamente tecnológica o a algo más puramente sentimental.

Un hoyuelo en la barbilla

Para no saber actuar ni hablar, como aseguró en su día el ejecutivo de la Metro Goldwyn Mayer que la descubrió, Ava Gardner protagonizó algunas de las cintas más deslumbrantes de la historia del cine, como «La condesa descalza», «Las nieves del Kilimanjaro», «55 días en Pekín» o «Mogambo». Con todo, aquel hombre, que tan convencido estaba de sus aseveraciones, quedó rendido al descubrir un día el rostro de una chica sureña, aún adolescente, a través de una fotografía que colgaba de un escaparate. Corría el año 1940. No lo dudó y la fichó de inmediato. Tras unas fugaces apariciones preliminares en algunas películas de la época, el salto definitivo no le llegaría hasta rodar «Forajidos», junto al siempre fornido Burt Lancaster.

Hubiera sido hasta cierto punto lógico que, tras el triunfo profesional, a ella le hubiera llegado el éxito sentimental, pero no es pretencioso deducir que a la Gardner los matrimonios le duraban menos que el dinero en una cuenta corriente. Se trató de una mujer, por tanto, que nunca alcanzó lo que en Psicología denominan los expertos el éxito más allá del éxito. Con el primero de sus maridos, Mickey Roonie, aquel eterno niño prodigio del celuloide, apenas duró un año. Con el segundo, el músico Artie Shaw, más o menos lo mismo. Y con la voz, Frank Sinatra, el tercero, aquello fue una tormenta que prolongó su agonía de 1951 a 1957.

Sería en un rodaje, el de «La condesa descalza», cuando Ava Gardner se encandilaría por nuestro país. La cautivaron tres cosas:  los toros, el flamenco y los españoles. A saber, y más en concreto, los encantos varoniles desplegados por sendos diestros en el estoque y en la cama: Luis Miguel Dominguín y Mario Cabré.

Una fatal neumonía le sorprendió en Londres un invierno de hace 20 años. Ella contaba con 67 y aún conservaba ese halo embriagador. La radio ya me alertaba muy de mañana que se conmemoraba tan triste efeméride. La de la muerte de la mujer que atesoraba el hoyuelo en la barbilla más apetecible con el que nunca hayamos podido soñar.

Francia, lecciones al margen

Este pasado fin de semana, uno de los responsables de opinión del prestigioso diario francés Le Monde, Jean-Baptiste de Montvalon, publicaba una muy interesante crónica reflexiva en torno a las causas que han podido provocar el desmoronamiento que, en lo que a respaldo electoral se refiere, viene sufriendo el Frente Nacional (FN) que aún lidera Jean-Marie Le Pen. Sostiene el avezado columnista, basándose en datos demoscópicos, que en cuestión de tres años, el FN ha caído del 26% al 18% en apoyo electoral. Genéricamente, Montvalon lo atribuye a que los mensajes xenófobos no han tenido el calado que se temía entre la población del vecino país y que el proceso de integración racial, con profusión de matrimonios mixtos, ha llevado al apaciguamiento que, a su vez, ha desembocado en la notable caída del FN. Eso, junto a que el actual presidente de la República, Nicolas Sarkozy, ha sabido pescar, no sin cierta habilidad, en el caladero electoral lepenista, da cuerpo a una tesis que lleva a aventurar la más que probable fagocitación parlamentaria del FN por el movimiento político que encabeza el actual inquilino del Elíseo.

El octogenario Jean-Marie Le Pen es un corredor de fondo de la política francesa. En su máximo hito en la vida pública, ocurrido en 2002, llegó a medirse en segunda vuelta de unas presidenciales al candidato del centro-derecha, Jacques Chirac, desbancando para ello al aspirante socialista, Lionel Jospin. Aquella circunstancia hizo que se encendieran todas las alarmas entre los demócratas franceses, a uno y otro lado del tablero, para salir en apoyo del ex alcalde de París. Nadie se hubiera imaginado que, por un arrebato de la ciudadanía, quedándose en casa y no acudiendo a las urnas, o por un voto de castigo antisistema, Le Pen hubiera salido victorioso. De haber sido así, la Francia ejemplar de la libertad, igualdad y fraternidad, se hubiera sentido humillada como casi nunca antes. Chirac ganó entonces por goleada (más del 80% de los votos). Y el sistema, como se suele decir, salvó los muebles. De ello se obtuvo una lección: que nunca se debe despreciar al rival, por muy estrambótico que pueda resultarnos su ideario.

Centenario Gaya

El Ramón Gaya que yo conocí, en los estertores de su existencia, era un hombre octogenario al que le costaba hablar. Ni siquiera para enervarse ante un interrogatorio machacón y reiterativo al que lo sometía de mañana un colega informador, en el despacho del rector de la Universidad de Murcia. Aquel día, lo recuerdo, Gaya había donado un cuadro a la institución académica y yo acudí al acto para cubrir la noticia. En el rectorado, su titular entonces, mi amigo José Ballesta, preguntaba al artista si creía que a la altura a la que habían colgado el cuadro, éste se vería bien. Con un hilillo de voz casi imperceptible, Gaya asintió como ausente. Creo que fue esa la última vez que lo vi. Hubo otras, pero no tengo un recuerdo tan nítido como el de aquella mañana en el edificio de la Convalecencia.

Este 2010 se celebra el centenario de su nacimiento. Sospecho escasez de actos y pomposidad, a tenor de la crisis que nos corroe. Es una pena. Gaya se hubiera merecido más, mucho más. Admirador de Velázquez, coetáneo de Machado, Cernuda, Bergamín o Zambrano, el artista fue eso, artista en la más amplia acepción del término, y no sólo pintor. En París se decepcionó con las vanguardias y por eso escogió al Prado como su museo. Allí colgaban Tiziano, Rembrandt, Rubens… y Velázquez, siempre Velázquez. La guerra cruenta lo llevaría a un desolador campo de refugiados en Francia. De allí, la vida le transportaría a México, y luego a Roma. En la década de los años 60 del siglo pasado, los retornos a su patria se fueron haciendo más  frecuentes: Barcelona y Valencia fueron sus puertos iniciáticos de aquella España distinta. En los 80 se instaló en Madrid, desde donde volaba cual pájaro solitario hasta París, Roma o su Murcia natal. En la década posterior se inauguraría aquí el museo que lleva su nombre. Obtuvo después varios reconocimientos nacionales e internacionales, que acrisolaron su probado prestigio.

Aquel día que refería al principio, cuando entregó aquel cuadro a la Universidad, en un acto del que yo informé en Radio Nacional de España, noté que Gaya se apagaba. Llegué a la redacción y le dije a un responsable: “Pasa al archivo estas declaraciones de Ramón Gaya. Quizá sean de las últimas que haga. Le he visto como en retirada”. Por fortuna, me equivoqué. Aún pasarían meses para que el artista pusiera el punto y final a su testimonio vital. Fue en Valencia, a mediados de octubre de 2005. Apenas cinco días antes de la fecha de su óbito, y si hoy viviera, en este 2010 cumpliría 100 años. Pero dudo de que él hubiera querido llegar nadando hasta esa procelosa bahía.

“No es el amor quien muere, Luis Cernuda,
somos nosotros mismos. En un canto
te lo he visto decir con el espanto
de tener la certeza y no la duda […]”
, escribió a su entrañable amigo en el lejano y crudo año de 1939.

Los colores ‘borgianos’

En 1980, Bernard Pivot, alma máter del celebérrimo Apostrophes de la televisión francesa, realizó una deliciosa entrevista en París a Jorge Luis Borges en la que ambos hablaron de múltiple temario.

Cuando Pivot se interesó por la ceguera que el escritor heredó de su padre, éste le explicó detalladamente que era “ciego como lector desde 1955; después de todo, se volvió un crepúsculo. No hubo ningún momento patético. Poco a poco las cosas se alejaron de mí. En el presente no hay más que vagas formas. Es más, ni siquiera sé si esas formas son azulosas o grises o verdosas. Hay dos colores que perdí: el rojo y el negro; veo el rojo y el negro como marrón”. Cuando Pivot ahondó en los paralelismos paterno-filiales a costa de la ceguera, Borges calificó esa intención de simetría mágica: la de “un padre que quiso ser escritor y que se volvió poco a poco ciego, y que tuvo un hijo, usted, que ha sido escritor y que también se ha quedado ciego”, le exponía el crítico literario.

Más adelante, Borges reconocía que renegaba de los libros escritos en su juventud, no tanto por las ideas en ellos expresadas sino por la forma utilizada. Octogenario ya, exclamaba que algo habría aprendido en todo este tiempo.

Otro celebrado episodio borgiano tiene que ver con las bibliotecas de su vida. La primera de la que tiene constancia es la paterna, en la que se inició en la lectura, si bien sería en la biblioteca municipal, de la que fue funcionario durante 20 años por la nada despreciable cifra para la época de 250 pesos al mes, donde Borges leyó todo cuanto pudo. Y, sobre todo, la obra de Claudel y de León Bloy. Más tarde dirigiría la Biblioteca Nacional.

Contaba Borges que Séneca solía burlarse de un contemporáneo que tenía una biblioteca compuesta por un centenar de libros. Y el sabio romano lo hacía arguyendo que nadie tiene tiempo para leerse cien libros. Por eso colegía el argentino que si él se hubiera leído los volúmenes que atesoraba en su casa, sería un erudito y no un ignorante como presumía.

El escritor exceptuaba dos casos a la hora de valorar la realidad del momento: los placeres físicos y el dolor físico. “¿Y en otros?”, preguntaba el entrevistador. Un imprevisible Borges responde: “Sí, cuando uno siente el sabor del agua, es un placer físico también y quizá moral”.

La charla es densa. Ya casi al final, cuando Pivot le sugiere que el corazón es una metáfora, Borges repone que el alma también. Y añade: “Creo que toda mi obra es autobiográfica. Conté mi vida disfrazándola, tratando de crear mitos”.