Hogar veraniego

Durante las dos últimas semanas de agosto hemos pasado las vacaciones en un apartamento de la localidad de Águilas, en la costa murciana. En el vídeo, lo muestro: ha sido un sitio confortable e ideal para desconectar del día a día que tanto, a veces, nos agita.

Aunque en general las playas de la zona no nos han entusiasmado –sólo las visitamos unas tres veces– la piscina subsanó ese déficit. Y ahora, vuelta a la cruda realidad.

 

De vacaciones

 

Una maravilla para empezar… 

 

Esta mañana casi he podido cruzar la ciudad como una exhalación y a velocidad de crucero. No obstante, este viernes comenzaba un largo puente que la dejará desierta, al menos hasta el lunes que viene. Son muchos los que dicen que es ahora cuando se puede vivir en ella. Sin aglomeraciones de coches ni de gente, con sitios para aparcar y sin la inapelable ORA –que yo considero una especie de impuesto municipal revolucionario– pero con la omnipresencia de esos personajes venidos de otras latitudes y que se hacen llamar gorrillas –otro impuesto el suyo tan revolucionario como el otro–.

Hay menos locales abiertos, menos bares y restaurantes, pero en los que sí lo están encuentras fácil acomodo. Por no oírse, en la calle no se oye ni trinar a los pajarillos. Alguna chicharra, con su zumbido, sí que nos recuerda la temperatura que alcanza el termómetro exterior.

Sin embargo, mañana yo también huiré de la ciudad, como tantos otros, buscando la paz y el sosiego, la tranquilidad vacacional que se presume, el sol, la playa o la piscina.

Y es que, en coincidencia con Marcel Proust, a cierta edad, un poco por amor propio, otro poco por picardía, las cosas que más deseamos son las que fingimos no desear.

¿Qué felicidad?

Para L., que me reprocha que lleve ya varios días sin escribir.

Algún día, en cualquier parte, en cualquier lugar, indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas. Así lo expresó Pablo Neruda, con el verbo sentido y la palabra encendida que tanto caracterizaron al malogrado escritor chileno. Hay quien asegura que la felicidad nunca se alcanza en plenitud y que nuestra vida tan sólo está preñada de pequeños ratos de la misma. Sería algo así como lo que se nos suministra a pequeñas dosis, para evitar la consiguiente borrachera, y a sorbos cortos.

Un prestigioso psiquiatra, como es sin duda el sevillano Luis Rojas Marcos, ha llegado a aseverar que el 30% de la felicidad depende de los genes. Leo al tiempo, en un diario médico, que está demostrado que la felicidad previene las cardiopatías, ya que reduce la ansiedad, la hipertensión y el riesgo de infarto de miocardio, reduciendo los niveles de cortisol y otros marcadores de riesgo cardiovascular. Asimismo, se añade en la mencionada publicación profesional, la posibilidad de coger un resfriado es menor para los optimistas ya que su organismo se encuentra más fortalecido.

En su obra El mito de la felicidad, que subtitula Autoayuda para desengaño de quienes buscan ser felices, el siempre combativo filósofo Gustavo Bueno advierte de que la filosofía de la felicidad es una cáscara vacía cuando ésta se ha separado de los contenidos metafísicos que le dieron origen. Y a esta confusión, añade, contribuyen los abundantes libros, que arrojan sucesivamente al mercado las editoriales, titulados filosofía de la felicidad, escritos generalmente por profesores de filosofía que meten en el mismo saco, con objeto de llenar el cupo de páginas concedidas, una exposición de Epicuro y una de Aristóteles, y a Santo Tomás y a Bertrand Russell, como si todos ellos fueran respuestas alternativas a una misma cuestión previa y exenta: la Idea de la Felicidad humana.

Al ser humano siempre le interesó más el morbo que la comedia, que dijo Unamuno. En esta sociedad nuestra, saciada de descontrol y violencia a flor de piel, donde igual te pueden arrebatar la vida por defender a una mujer de las garras de su agresor que por negar que tú le hayas rayado el coche a un iracundo mozalbete, ser feliz se hace cada día empresa más difícil. Pero se intenta a cada instante con la ayuda inestimable de la gente a la que tanto queremos.

Violencia y medios

Durante mucho tiempo los medios de comunicación concertaron no informar de los suicidios. La máxima era que el suicida llama al suicida y no se trataba de ir dando ideas al personal. En los últimos años, da la impresión de que se ha bajado un tanto la guardia en este sentido.

El otro día le leí a un experto en violencia doméstica algo por el estilo. La proliferación de estos casos en nuestro país ha generado un goteo casi continuo de muertes violentas, fundamentalmente de mujeres, claro está. El experto se cuestionaba entonces hasta qué punto era bueno que esas noticias apareciesen en lugar destacado de los mass media. Esa era su duda. Y quizá también la mía. Porque no se trataría tanto de ocultar lo evidente sino de no dar altavoz a los desalmados que se ensañan con el más débil. Algo así como lo que algunas veces se ha propuesto en la información sobre actos perpetrados por terroristas. Si ya de por sí es execrable el hecho de descerrajarle un tiro a un ser indefenso, más lo es elevar a la enésima potencia su difusión en prensa y radiotelevisada.

En numerosas ocasiones me he mostrado crítico en voz alta con la exhibición de la maldad, especialmente en películas de televisión o cine. Como antes decía, es algo así como enseñar al que no sabe. Basta que un asesino en potencia contemple el impresionante despliegue mediático que genera una acción violenta contra otro ser humano para que cargue su particular Winchester y se lance al vacío. La violencia sólo genera violencia, como siempre se nos dijo. Y ayudar a propagarla, pienso, todavía más.

La fortaleza ante el sufrimiento

Anahí / Los Sabandeños

Brota como el agua límpida, en las riberas del río Paraná, una bellísima leyenda sobre cierta indiecita no muy agraciada, como allí llaman, de nombre Anahí. Ocurrió que, aun a pesar de su condición estética, la mujer era muy querida entre los suyos, pues animaba las tardes a aquella tribu guaraní con canciones en las que les hablaba con palabras edulcoradas de sus dioses y de la bella tierra que les vio nacer. Los conquistadores al llegar, siempre según la leyenda, no sólo les arrebataron su terruño; también los símbolos que ellos tanto idolatraban y, lo que es más importante, su libertad.

Apresada junto a un grupo tribal, Anahí pasó largos días de cautiverio sumida en el llanto y la desesperación, hasta que un rayo de la esperanza que ansiaba se dejó caer sobre ella, en tanto uno de sus guardianes dormitaba. La indiecita fea inició la escapada, éste despertó y en el forcejeo ella le asestó una puñalada que resultara casi mortal. Los gritos del herido alertaron a sus compañeros que no tardaron en dar caza a la huida. La sentencia fue inmisericorde: muerte en la hoguera.

Y aquí viene lo más hermoso de la historia ya tan legendaria: a Anahí la ataron a un árbol y le prendieron fuego. Ella, que se consumía silente, tan sólo giraba su cabeza hacia un costado. Fue entonces cuando se produjo el hecho casi milagroso que da cuerpo a la leyenda: Anahí se fue transformando en un bello y frondoso árbol que los conquistadores hallaron en la jornada postrera con caras de evidente asombro. Sus aterciopeladas flores rojas y sus relucientes hojas de un verde especialmente intenso denotaron que, a veces, la valentía y la fortaleza de espíritu puede mucho más que el sufrimiento que nos infligen nuestros semejantes.