Pero, ¿qué nos está pasando?

No sé a ciencia cierta si es que estamos perdiendo la brújula, pero la verdad es que están ocurriendo cosas tremendas. Un termómetro de ello pueden ser las elecciones catalanas. Su campaña electoral está batiendo records de pérdida de juicio. Al desafortunado videojuego del PP, siguió un vídeo no más acertado de las Juventudes Socialistas, y a ése, otro de Montse Nebrera en la línea jadeante y orgásmica del anterior. Creo que son los publicistas los que están haciendo su agosto en un banco de pruebas tan relativo, a veces, como es la política. Uno ya sabe que en los Estados Unidos, por ejemplo, los spots publicitarios en campaña son de lo más agresivos, pero estos… Estos a los que me refiero rozan e incluso superan lo chabacano.

Quizá en la Transición, cuando los cines estaban atestados para ver las Emmanuelles, esos mensajes hubieran calado hondo; pero hoy… Cuando lo que no sobran precisamente son las ideas ni las soluciones a los muchos problemas; cuando nos quedamos en la anécdota más que en ir al meollo; y cuando la clase política pretende a todas horas coger el rábano por las hojas, es normal que surja el desencanto entre una ciudadanía que ya no se cree casi nada de lo que le cuentan. Y quizá sea por eso por lo que hay que recurrir a semejante subterfugio. Añádase la irrupción en la campaña de una actriz porno (María Lapiedra, fichaje estrella del ex presidente del Barça, Joan Laporta) y de otro personaje, éste de lo más friki en el basto universo de la extravagancia.

Pero la pérdida del sentido común no sólo se circunscribe a lo de la res publica. Ocurre también en el fútbol, donde, sin ir más lejos, el pasado fin de semana asistimos, bien es cierto que fuera de nuestras fronteras, a sendos episodios de lo más abyecto. El primero lo protagonizó un viejo conocido de la afición española, Samuel Eto’o, cuando corneó a un contrario en un partido del Calcio. Inenarrable acción la suya, casi tan sorprendente como la que en otra ocasión protagonizó ‘el Nureyev del balompié’, esto es, el francés Zinedine Zidane. Y la segunda, ésta ya rozando la antropofagia, la exhibida por el jugador uruguayo del Ajax, Luis Suárez, quien, en el derbi con el PSV Eindhoven, mordió cual can hambriento a un rival en el cuello.

En fin, ustedes me dirán, pero yo creo que no sólo estamos perdiendo el norte, sino también el sur, el este y el oeste. Y diría que el raciocinio, el discernimiento y, casi, el intelecto. El que lo tenga, claro.

Ese ‘otro lado’ de la educación

Leo una entrevista con Albert Boadella en el suplemento universitario de un diario de tirada nacional. El fundador de Els Joglars habla de lo que considera como un error cometido por su generación: el de meter, dice, la democracia en la educación. Argumenta el dramaturgo catalán que “nosotros fuimos educados, en parte, a mamporros y, ahora, para compensar, se ha pasado al otro lado”. Me parece que las palabras de Boadella, por duras y descarnadas que puedan parecer, entrañan alguna que otra verdad. Yo viví la escuela pública en los estertores del franquismo. Y me incorporé a un instituto de enseñanza media recién comenzada la Transición. De mi primer centro, recuerdo la severidad de algunos profesores, ejemplares defensores de aquel latiguillo de que la letra, con sangre entraba. Podría referir episodios muy chuscos, al tiempo que también crueles. Como cuando uno levantó en el aire a un compañero mío, de generosos pabellones auditivos, y por las orejas. O cuando para remediar su incontinencia verbal, otro colocó a uno mayor que yo un enorme chupete para mofa del resto de la clase y escarnio del chiquillo hablador. O las colas ante la mesa del maestro quien, inmisericorde, equipado con una formidable palmeta de madera, soltaba golpetazos en las palmas de las manos o en los dedos (juntos y boca arriba), en las corvas o en el trasero.

Yo viví en primera persona toda aquello, así que nadie me lo tiene que contar. Sin embargo, en torno a esa especie de infierno para algunos (a los que por cierto, luego ya de mayores, nunca les detecté secuela psicológica alguna al rememorar esa época pretérita), había maestros que nos enseñaban de verdad y a los que respetábamos, no sólo por la autoridad que ostentaban, si no por ver en ellos una suerte de pozo insondable de sabiduría. Nunca olvidaré frases y hechos de esos mis primeros profesores, como uno que, siendo yo muy niño, se quedó un día mirando un retrato de Franco y nos dijo con voz queda: “El poder es algo que envejece a las personas que lo ostentan más que ninguna otra cosa”.

En cuanto al instituto, me incorporé a él en septiembre de 1976, cuando no hacía ni un año de la muerte del anciano general al que un día se refirió mi antiguo profesor. Apenas sabíamos nada de lo que era la política, los sindicatos o las huelgas. Sin embargo, sí recuerdo que se convocaron varias por aquellos años, de catedráticos, profesores penenes (que eran los no numerarios que querían su plaza) o de los propios alumnos, entre los que se alzaban como adalides de la democracia educativa algunos que, por cierto, luego harían carrera en la política con mayor o menor suerte. También allí, en el instituto, un docente (cualquiera que fuese su nivel en el escalafón) era alguien a quien se le debía respeto y consideración. Uno de ellos, bastantes años después, al coincidir con él, me contó algo desconcertante. Me parecía que era alguien metódico hasta lo enfermizo y diría que muy exacto hasta decir basta. Con todo, yo le consideraba un hombre justo. Nunca se desnudó ideológicamente, mas yo supe después que se aproximaba más a la izquierda que a cualquier otro sitio del espectro. Nos impartía la asignatura de una lengua muerta. Me confesó que estaba harto de la enseñanza, de esta enseñanza, remarcó. “Mira, el otro día –me dijo– había un chaval sentado en el suelo, a la puerta de la clase. Me vio llegar y ni se inmutó. Y para entrar, tuve que sortearlo y saltar por encima”. Me quedé helado. Y comprendí que, efectivamente, aquello de lo que me hablaba ya no era lo mismo. Por eso hoy, al leer las palabras de Boadella en el periódico y referirse a ese otro lado, entendí al instante de lo que estaba hablando el descollante director teatral.