Con Homer, en butacas contiguas

 

El destino del mundo pende de un hilo dice en su promoción el tráiler de Los Simpsons, la película, estrenada este pasado viernes en nuestro país. Más, pienso, si el supuesto presidente de los Estados Unidos es, como en ella vaticinan sus cáusticos guionistas, Terminator.

Este domingo fui a verla con C., bien pertrechados de palomitas y rodeados de unos cuantos fans incondicionales, entre ellos, quizá, el propio Homer Simpson. Era un individuo que entró tras nosotros a la sala de proyección, perfectamente refrigerada, cuando en el exterior caían plomizos casi 40 grados a la sombra. Iba acompañado de dos niños de unos 5 o 6 años que se me antojaron iguales. Vestía una especie de camiseta sport, de esas sin mangas, y dejó sentados a los dos hijos para marcharse después a comprarles las consabidas palomitas. Estaban en butacas contiguas a las nuestras. Yo le miraba de reojo de vez en cuando. Era como si Clark Gable hubiese ido una tarde a ver Lo que el viento se llevó junto a dos de sus vástagos. O como si Johnny Weismuller hubiera hecho lo propio con Tarzán. Pero sin gritar, claro.

Éste de ayer era un vívido calco del padre de Bart, Lisa y Maggie. Hasta es posible que mantuviera un contencioso con la ducha diaria. Y lo que es más, aseguro que resultó un hincha total de la afamada familia amarilla que ya cumple 20 años de vital existencia.

De repente, un extraño

 

 

«Óscar llega a la habitación 313. La puerta está abierta y entra. La señora K. descansa tranquilamente en la cama, con la respiración constante pero débil. (…) Oscar salta sobre la cama y de nuevo huele el aire. Se detiene a considerar la situación y entonces gira sobre sí mismo dos veces antes de enroscarse junto a la señora K. (…) Una enfermera entra en la habitación para examinar a la paciente. Se detiene al notar la presencia de Óscar. Preocupada, deja apresuradamente la habitación y vuelve a su mesa. Coge el historial médico y comienza a hacer llamadas».

 

Es parte de un relato que un médico geriatra realiza en la prestigiosa revista The New England Journal of Medicine y se refiere a un extraño felino [el de la foto de arriba] residente en el Estado de Rhode Island, en los Estados Unidos. El animal, dicen, puede predecir la muerte en pocas horas de pacientes ancianos a los que visita intempestivamente. Curioso caso el de este gato mensajero de la parca que aseguran tiene ya en su haber 25 visitas con tan malos augurios por ofrecer a los internos del Centro de Rehabilitación para Ancianos de Providence. Se especula con que el animal percibiría cierto olor que los humanos no podemos captar. Quizá una feromona, es decir, determinada sustancia excretada por algunos animales que influye en el comportamiento de los de su misma especie. Los expertos podrían estudiar a fondo el asunto protagonizado por este gato callejero. No es para menos. Convendría saber de dónde ha salido y si su presencia entre nosotros pudiera interpretarse como interplanetaria.

Adiós a uno de los nuestros

 

 

 

A Rafael de los Ríos, in memóriam

La última vez que hablé con él fue durante un certamen folklórico a la orilla del Mar Menor. Allí estaba Rafael, sentado a los pies de un graderío lateral, cámara en ristre, cubriendo para el diario La Opinión el evento. Era un profesional de la corresponsalía. Y lo que es más importante, era un buen tipo. Aún conservo una fotografía de comienzos de los años 80 que nos hicimos los que entonces éramos corresponsales del desaparecido diario Línea. Estábamos allí con los que ya peinaban canas y nos enseñaban a los jovenzuelos el oficio. Con IbarraDiego VeraFelipe JuliánMateo GarcíaFerrándiz

Luego supe que la vida de Rafael había tenido tintes novelescos. Que quedó huérfano muy pequeño, que recorría en bicicleta el trayecto diario entre el pueblo vallisoletano donde residió hasta el colegio Marista de la capital. O que trabajó de aprendiz de imprenta en el mítico El Norte de Castilla a las órdenes de ese hombre sabio que es Miguel Delibes. O que cumplió voluntario y durante dos años el servicio militar en África, con los Regulares.

Ahora que se ha ido, tras eso que eufemísticamente casi todos tildamos de larga y penosa enfermedad, recuerdo todo esto. Y me acuerdo también de aquella noche calurosa de agosto cuando observé a aquel hombre que hacía fotos a pie de escenario y casi a la orilla del mar. ¿Eres Rafael de los Ríos?, le pregunté dudando. Sí, y tú Manuel Segura, me dijo. Habían pasado más de veinticinco años desde que él y otros muchos me hicieron corresponsal.

Céspedes & Rubalcaba

 

Veo en un canal temático un reportaje sobre Francisco Pancho Céspedes y Gonzalo Rubalcaba. Regresan a Cuba y visitan lugares entrañables para ellos. Este último pasa por ser uno de los mejores músicos de jazz del momento. Pianista, nacido en La Habana donde estudió en su conservatorio, se incorporó a la banda del bajista Charlie Haden que lo había oído tocar durante una gira. El gusto por la música lo heredó Rubalcaba de su padre y fue a través de él cuando conoció a grandes como Duke Ellington, Count Bassie o Glenn Miller.

Rubalcaba visita durante el reportaje la calle donde nació y se crió. Se siente agradecido para con sus vecinos, en especial con una mujer ya anciana que dice le hacía sus trajecitos con los que actuaba. Pancho Céspedes visita la tumba de Ignacio Jacinto Villa, más conocido como Bola de Nieve (1911-1971). Resulta muy emotivo. A él le dedicaron un disco que titularon Con el permiso de Bola. Oigo de fondo a Céspedes decir algo que me lleva desde la sonrisa y a la reflexión: “Lo malo no es morirse. Lo malo es no saber cuanto tiempo vas a estar muerto”. Qué frase, Pancho, qué frase.

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Agradecimiento.

Los huéspedes y los amos

 

A lo largo de lo transcurrido de mi vida, mis visitas a lugares donde se practiquen juegos de azar han sido contadísimas. La sensación que cada vez me produjo una sala de bingo o de casino siempre estuvo envuelta en profundas connotaciones negativas. Me pareció ese clima el de una reunión social de perdedores. No sé de qué, pero perdedores de algo aunque algunas veces ganen a la banca. Me crié en un ambiente en el que ese tipo de actividades no estaban a la orden del día y será por ello que no participo de ellas. Sin embargo, y por contraste, aun no habiendo convivido con padres fumadores, sí que es verdad que pasada la treintena me aficioné a los cigarros puros, costumbre que años después todavía no he abandonado.

Hace unas noches, tras cenar en un sitio tan pintoresco como el nombre que aparece en la tarjeta de visita del local –Toni de Borbón y de Sicilia– y junto a mis dos acompañantes, entré en una sala de casino de esos modernos donde se combinan toda clase de tentativas para quien quiera probar suerte. Tras abonar la correspondiente entrada, nos encaminamos a su interior donde varias decenas de jugadores hacían sus apuestas. Me llamó la atención la presencia de varios individuos de origen oriental que, aunque jugar no jugaban, anotaban con fruición las combinaciones que salían en una pantalla. Otro de los personajes que pululaba por el local debía de ser un clásico del mismo que actuaba más de mirón que de otra cosa. Mientras consumíamos en la barra, se acercó lamentándose al camarero de que alguien le había vuelto a levantar su chispín de whisky –así lo llamó él–. Siempre te pasa lo mismo, le respondió quien estaba al otro lado, como si aquella excusa le sonara ya un tanto añeja.

Luego, mientras mis acompañantes apostaban, yo recorrí las mesas en calidad de observador. Ruleta, poker, black jack, bacará… Nada me sedujo y me entretuve un rato contemplando la destreza de los croupiers. Alcancé un sofá y allí llegué a dar incluso alguna cabezadita. A las cuatro cerraban. En un gesto singular, emitiendo un sonido que era mezcla de quien chista y quien manda un beso al aire, uno de los encargados advirtió a los que dirigían una de las mesas que quedaban sólo cinco minutos para la clausura.

Los jugadores se afanaron por arrimar sus apuestas de última hora; entre ellos creí reconocer a un veterano colega que había recorrido medio mundo como reportero y corresponsal que fue. Salimos todos y nos encaminamos al garaje. A la puerta del hotel que alberga este casino, el hombre al que creí reconocer cogió un taxi que lo llevó no sé dónde. Mis compañeros me dijeron que no habían ganado nada. Viendo tanto oriental por allí merodeando recordé una frase de Confucio cuando dijo que los vicios vienen como los pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos. Y, si acaso, pensé en las dos botellas de Matarromera que nos habíamos bebido durante la copiosa cena en la taberna de Toni de Borbón y de Sicilia.