A lo largo de lo transcurrido de mi vida, mis visitas a lugares donde se practiquen juegos de azar han sido contadísimas. La sensación que cada vez me produjo una sala de bingo o de casino siempre estuvo envuelta en profundas connotaciones negativas. Me pareció ese clima el de una reunión social de perdedores. No sé de qué, pero perdedores de algo aunque algunas veces ganen a la banca. Me crié en un ambiente en el que ese tipo de actividades no estaban a la orden del día y será por ello que no participo de ellas. Sin embargo, y por contraste, aun no habiendo convivido con padres fumadores, sí que es verdad que pasada la treintena me aficioné a los cigarros puros, costumbre que años después todavía no he abandonado.
Hace unas noches, tras cenar en un sitio tan pintoresco como el nombre que aparece en la tarjeta de visita del local –Toni de Borbón y de Sicilia– y junto a mis dos acompañantes, entré en una sala de casino de esos modernos donde se combinan toda clase de tentativas para quien quiera probar suerte. Tras abonar la correspondiente entrada, nos encaminamos a su interior donde varias decenas de jugadores hacían sus apuestas. Me llamó la atención la presencia de varios individuos de origen oriental que, aunque jugar no jugaban, anotaban con fruición las combinaciones que salían en una pantalla. Otro de los personajes que pululaba por el local debía de ser un clásico del mismo que actuaba más de mirón que de otra cosa. Mientras consumíamos en la barra, se acercó lamentándose al camarero de que alguien le había vuelto a levantar su chispín de whisky –así lo llamó él–. Siempre te pasa lo mismo, le respondió quien estaba al otro lado, como si aquella excusa le sonara ya un tanto añeja.
Luego, mientras mis acompañantes apostaban, yo recorrí las mesas en calidad de observador. Ruleta, poker, black jack, bacará… Nada me sedujo y me entretuve un rato contemplando la destreza de los croupiers. Alcancé un sofá y allí llegué a dar incluso alguna cabezadita. A las cuatro cerraban. En un gesto singular, emitiendo un sonido que era mezcla de quien chista y quien manda un beso al aire, uno de los encargados advirtió a los que dirigían una de las mesas que quedaban sólo cinco minutos para la clausura.
Los jugadores se afanaron por arrimar sus apuestas de última hora; entre ellos creí reconocer a un veterano colega que había recorrido medio mundo como reportero y corresponsal que fue. Salimos todos y nos encaminamos al garaje. A la puerta del hotel que alberga este casino, el hombre al que creí reconocer cogió un taxi que lo llevó no sé dónde. Mis compañeros me dijeron que no habían ganado nada. Viendo tanto oriental por allí merodeando recordé una frase de Confucio cuando dijo que los vicios vienen como los pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos. Y, si acaso, pensé en las dos botellas de Matarromera que nos habíamos bebido durante la copiosa cena en la taberna de Toni de Borbón y de Sicilia.