El gatopardismo permanente

Se suele asegurar a menudo que existe una distancia sideral que separa a la clase política de la calle. Las generalidades siempre son perniciosas y por ello nunca deberíamos atrevernos a calificar de gandules a todos aquellos que piden por las calles ni de ociosos al conjunto de los funcionarios públicos, por ejemplo.

Mediados los años setenta del pasado siglo, el modelo político con el que se dotó este país tras casi 40 años de dictadura siguió la senda italiana, quizá la más perversa en muchos sentidos. Así, en la península de la bota, el desprestigio de ese noble arte que debiera ser el servicio a los demás fue cayendo en picado, hasta tener que desalojar de su despacho a todo un primer ministro y sustituirlo por un socorrido aparataje tecnocrático.

Uno de los mayores males que acechan a nuestra democracia –y es algo que nunca uno se cansará de repetirlo– ha sido y es la profesionalización de los políticos. Esquivando la generalidad, desde los albores de la Transición, en España se instaló un tipo de personaje arribista, de escasa escrupulosidad, que buscaba medrar para un mejor vivir. Sin más. La política permitió a determinadas personas escalar peldaños en la sociedad, algo que nunca hubieran alcanzado por el esfuerzo en su ‘trabajo civil’. Y no había que rascar mucho para descubrir que el concejal de Urbanismo del pueblo más recóndito cambiaba notablemente su modus vivendi en menos de lo que transcurre una legislatura.

Es por ello por lo que se antoja como uno de los males del sistema que, a falta de personas asentadas consecuente en un marco laboral, a la política llegara mucha gente procedente de trabajos más bien obtusos –los que los tuvieran, claro–, donde sus posibilidades de brillar fueran escasas y aún menos de promocionarse socialmente. Por el contrario, aquellos que estaban instalados en lugar seguro evitaban mezclarse con ese mundo, que ya empezaba a gozar de un cierto desprestigio a pie de calle.

Cuando digo esto, me refiero fundamentalmente a lo que califico de infantería de la política. A saber, ese elenco de diputados, senadores, alcaldes, concejales, asesores y demás cargos que pasan por los despachos dejando como bandera la impronta de su ineptitud más evidente. Y no son todos, por supuesto, pues hay quien trabaja, y lo hace bien, ganándose el sueldo con todo merecimiento y honradez.

Hace años hablar de reducir administraciones, restar competencias a las autonomías o suprimir organismos, era algo que rozaba con ser tildado de antisistema. Hoy, ya no. Parece evidente que la política española necesita un profundo reciclaje que ni siquiera los denominados partidos emergentes han posibilitado. Es como la sensación permanente de seguir instalados en el ‘gatopardismo’ de Lampedusa: aquello de cambiarlo todo para que nada cambie, evidenciando una alta capacidad de adaptación a lo largo del tiempo al que se instale en el poder.

[‘La Verdad’ de Murcia. 31-3-2017]

Aquello que se ha ido

La historia escrita por Antonio Bravo Céliz sólo podía redactarla alguien de pueblo. Como somos él y yo. Alguien que supiera lo que era el riacho, con sus ranas croando y saltando entre las piedras, un charate o saragustín saltimbanqui, el repicar de campanas a la una de la tarde, los interminables partidos de fútbol en la era del Molino o en el Sequero…

Ser de pueblo es fundamental en la vida de alguien. Siempre lo he creído. Tanto, como que no cambiaría un solo segundo de mi niñez por haber vivido en una ciudad y perderme todo lo que esas calles y, lo que es más importante, sus gentes, me han proporcionado a lo largo de mi vida.

Leyendo este libro me he dado cuenta de que nos estamos haciendo mayores, no porque como decían de nuestros abuelos contemos batallitas, que lo hacemos, sino por la cantidad de vivencias que hemos acumulado.

Siempre he considerado a su autor ‘una mente maravillosa’, como el título de aquella fantástica película sobre la vida del Nobel de Economía, John Forbes Nash. Licenciado en Psicología, profesor durante dos décadas, es un tipo culto y de ideas claras, como me dejó patente aquel día en que pergeñamos la presentación de la obra en el salón de su casa, ante la atenta mirada de su gata. “Solo escribiendo tengo una idea aproximada de mi ignorancia y mis dominios”, asegura.

El texto está escrito con soltura, coherencia y riqueza de vocabulario. Es evocador, nostálgico a veces y, al mismo tiempo, realista. Combina sutilmente el humor con la dureza de alguien para quien la vida no ha sido precisamente fácil. Y es que el humor y la curiosidad son la más pura forma de inteligencia, como aseguraba Roberto Bolaño.

La obra encierra, al menos para mí, un mensaje de esperanza, sobre todo para aquellos que creen que todo puede estar perdido en un determinado momento de su existir.  Porque acaso, como dejó dicho el imprescindible Jorge Luis Borges, sólo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece.

[Suplemento Literario del diario ‘La Opinión’ de Murcia. 18-3-2017]