Weblog de @manuelsegura

Blog del periodista Manuel Segura

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El fiasco autonómico

Tendremos que cuestionarnos de una vez por todas para qué sirven las autonomías, que cuestan un riñón al contribuyente, si cuando acontece una situación límite, estas se limitan a acudir al papá Estado para que dirija sus pasos. La crisis del coronavirus ha puesto en evidencia este asunto. Con la mayoría de las competencias transferidas desde hace años, entre ellas, las sanitarias y las educativas, los distintos gobiernos autonómicos se muestran incapaces de tomar decisiones determinantes dirigidas a frenar la curva de contagios, disparada en las últimas semanas. La opción puesta sobre la mesa esta misma semana por el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, de que cada comunidad pueda decretar su estado de alarma, tampoco parece contentar a la mayoría de estas. Lo acusan de querer escurrir el bulto, de falta de liderazgo, con un discurso “triunfalista, la negación de la realidad, la incompetencia y la propaganda», según ha dicho el líder del PP, Pablo Casado.

Lo cierto es que el artículo 5 de la ley de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio lo contempla. El texto indica que cuando se den supuestos como los de crisis sanitaria o epidemia, “que afecten exclusivamente a todo o parte del ámbito territorial de una comunidad autónoma, el presidente de la misma podrá solicitar del Gobierno la declaración de estado de alarma”. Sánchez garantiza en el Congreso el apoyo de los 155 diputados del PSOE y Unidas Podemos, que conforman el Gobierno de coalición, para todo aquel presidente autonómico que opte por activar esta medida. Sin embargo, nadie, ni aquellos que reclaman con más vehemencia su independencia del Estado español, se atreven a enfrentarse a ese toro. Ni siquiera si ese decreto no incluyera a toda la comunidad autónoma y sí a las zonas más afectadas de la misma. Es más cómodo que ese tipo de decisiones las tome el Ejecutivo central y así poder criticar lo que no guste.

Cabe recordar que, fundamentalmente, las comunidades autónomas gobernadas por el PP reclamaron con insistencia a Sánchez que soltara el mando único al comenzar la desescalada. Hubo entonces acusaciones de autoritarismo y prepotencia. Pero la oferta de esta semana de Pedro Sánchez iba más allá: que 2.000 militares ejerzan de rastreadores en las comunidades que no tengan efectivos suficientes y que estas completen los procesos técnicos para que funcione en sus territorios la app Radar Covid, como ya lo hace en algunas de ellas y, en la murciana, desde este miércoles.

Es evidente que combinar salud y economía para salir de esta crisis lacerante es harto complicado. Y que los políticos son los que más lo temen, algunos mirando de reojo a sus réditos electorales de cara al futuro. Hay colectivos especialmente sensibilizados en este sentido. Es el caso de los hosteleros, a los que ahora se les somete a una nueva vuelta de tuerca, por lo que ya piden cabezas; los profesores, a los que se les empuja a acudir a las aulas con el riesgo que entraña rodearse del alumnado; o los padres y madres de estos niños y niñas, alarmados ante el inicio de curso escolar sin previsiones ni prevención a la vista, a pesar de que el horizonte siempre estuvo ahí. Calificar esto de «exceso de alarma» por parte de la ministra de Educación, Isabel Celaá, es para mirárselo detenidamente.

La pandemia ha evidenciado ante nuestros ojos buena parte del fiasco del estado autonómico. No se trata de suprimirlo, como defiende algún partido del arco parlamentario, sino, al menos, de reconsiderar y desburocratizar. Hace años decir esto resultaba retrógrado y hasta te podían acusar de facha. Un país que soporta tantas esferas administrativas -estatal, autonómica, diputaciones, cabildos y consejos insulares y ayuntamientos-, con lo que ello supone para el erario, tendría que aspirar, por lo menos, a que sus gestores se mostraran más resolutivos cuando se les requiere. No lo parece, a la vista de que, cuando tienen que mojarse, prefieren no lanzarse a la piscina y que decida el otro. Resulta más rentable.

[eldiario.esMurcia 27-8-2020]

Desde Ayamonte hasta Faro

A finales de este año se cumplirán dos décadas de la muerte de Carlos Cano, ese juglar granaíno de la copla al que siempre deberemos que esta no se extinguiera. Carlos murió joven, a los 54 años, en su ciudad, de un problema cardiovascular del que tiempo atrás lo habían intentado recuperar en el prestigioso centro médico Monte Sinaí; de aquí que con su sorna habitual dijera en ocasiones que había vuelto a nacer “en Nueva York, provincia de Granada”.

Carlos Cano dejó un inmenso legado en forma de canciones. Era de lo más versátil componiendo, hasta el punto de ser capaz de enfrentarse con solvencia a una rumba, un pasodoble, un tango, una nana o una murga. El proceso de concebir una canción desde su origen puede resultar fascinante. En 1986 escribió uno de sus mayores éxitos, a modo de fado, ‘María la portuguesa’, tras tener conocimiento de un trágico acontecimiento acaecido en la Navidad del año anterior en Portugal, suceso que tuvo amplio eco en la prensa española. En vísperas del día de Reyes, el pescador Juan Flores fue sorprendido atravesando el Guadiana, entre la localidad portuguesa de Castro Marim y la onubense de Ayamonte, por la guarda costera lusa. Transportaba cuatro cajas de cigalas de contrabando para venderlas en Huelva y sacarse así un dinero con el que comprar, para esa noche tan especial, regalos a sus dos hijas. Un agente le disparó mortalmente. Trasladaron su cuerpo a una morgue. La familia estaba en Ayamonte y no podía trasladarse hasta el día siguiente. Esa noche, una misteriosa mujer enlutada permaneció junto al cadáver, sin separarse de él. En principio, nadie sabía quién era ni porqué estaba allí. Dijo llamarse María. Cuando varios días después repatriaron el cuerpo de Flores, a ella le impidieron los familiares subir al barco. Sin embargo, cuando el transbordador llegó al pueblo, estaba esperándolo al otro lado.

En 2016, el periodista David López Frías buceó en esta historia. Quiso saber más de aquella misteriosa mujer y a fe que lo consiguió. Es lo que tiene el periodismo cuando se ejerce con la solemnidad que precisa el oficio. Averiguó que la tal María se llamaba Aurora, que era española y no portuguesa, que había sido prostituta, que cuando dejó de ejercer se dedicó al contrabando, que acabó siendo presa del síndrome de Diógenes y que murió en una residencia geriátrica en 2011 a los 87 años.

Cuando la compuso, Carlos Cano reconoció a un amigo que esta canción le iba a provocar intensos dolores de cabeza. Nunca se aclaró suficientemente qué relación mantenía aquella mujer, de más de 60 años entonces, con el pescador Juan Flores, que solo tenía 35 y estaba casado. La habladuría popular se encargó de engordar una historia que dio pasto a la prensa. María la portuguesa o Aurora Murta Gonzaga -que ese era su verdadero nombre- vivió una vida intensa, con episodios novelescos. Fue amante del primer torero de raza negra de la historia, el mozambiqueño Ricardo Chibanga, y en 1959 llegó a estar invitada a una fiesta navideña, en el palacio de Buckingham, por la mismísima reina de Inglaterra, invitación que declinó con su gracejo andaluz porque eran “muchas horas de barco para una fiesta”.

Solo la destreza de Carlos Cano podía rescatar aquella historia para transformarla en canción. Emigrante en sus años mozos, trabajó fabricando farolillos para ataúdes, en la imprenta de un periódico o en el muelle del puerto de Rotterdam. También ejerció de peón albañil en Barcelona. Se reconoció anarquista en algunas cosas y conservador en otras, pero siempre revolucionario y solidario. En sus comienzos, en los ambientes granadinos se le denominaba ‘el que canta bajito’. Ya curtido, confesó al loco Jesús Quintero, en una de sus últimas entrevistas, que Andalucía necesitaba una pasada, “no por la izquierda -aclaró- sino por la malafollá”. Para él, el sur era una forma de sentir, quizá lo olvidado. Aprendió muy de joven a decir que no. Se las tuvo tiesas con los socialistas, por ejemplo, en el referéndum de la OTAN. No es de extrañar que esperaran a 2001 para hacerlo hijo predilecto de Andalucía, a título póstumo.

[‘La Verdad’ de Murcia. 20-8-2020]

 

El curso que se nos viene encima

Tengo la inmensa suerte de contar con muchas amistades entre el mundo de la docencia. La mayoría son gente vocacional y entregada a la enseñanza. De otra forma, no entendería que hubieran optado por esa opción profesional. Siempre he admirado a todo docente que se encierra en una clase con un nutrido grupo de alumnos. Tanto si son pequeños como adolescentes, pues todos tienen su afán.

Recuerdo mi etapa escolar y recapacito sobre lo que ha cambiado el trato entre maestro y alumno desde entonces. Y ya no digamos en el bachillerato. Cuando veíamos aquella película que aquí se tituló ‘Rebelión en las aulas’ (1967), con Sidney Poitier en el papel de abnegado profesor, pensábamos que eso solo podría ocurrir en la periferia londinense, pero no aquí, en España, donde el principio de autoridad seguía vigente, siendo todavía en ese tiempo norma de obligado cumplimiento.

Pero el problema al que se enfrentan ahora los docentes no es de disciplina sino de salud. La irrupción de la pandemia del coronavirus obligó a la suspensión de clases y al cierre de colegios en marzo de este año. El curso se acabó como buenamente se pudo, no sin esfuerzo denodado por parte del profesorado y alumnado para adaptarse a los ‘nuevos tiempos’. Sin embargo, las perspectivas para el ejercicio que ahora debería iniciarse en septiembre no son nada halagüeñas, a raíz de los brotes y rebrotes que se están produciendo en muchas de nuestras localidades.

Es evidente que nuestro sistema educativo, hoy por hoy, no está preparado para hacer frente a una enseñanza ‘on line’ generalizada, por lo que la opción presencial sigue siendo la más firme alternativa. Ello genera lógica preocupación entre padres y madres, muchos de los cuales preferirían un aplazamiento del inicio de las clases. Y, por supuesto, también entre el profesorado, ubicado en la primera línea en este caso como personal de riesgo. El problema es que, a estas alturas, no hay todavía un protocolo que marque unas pautas concretas y precisas sobre cómo se ha de funcionar en los colegios e institutos. Y que el Ministerio y los gobiernos autonómicos sigan negociando sobre una cuestión tan fundamental. Escalonar las clases, ampliando el horario lectivo con grupos reducidos y de convivencia estable -grupos burbuja, se les denomina-, es una posibilidad ya apuntada por las autoridades sanitarias de cara a evitar contagios, reforzando la prevención y la profilaxis.

Parece claro que la apuesta por las clases presenciales es firme y decidida, “para que todos los alumnos jueguen en la misma liga”, como se ha apuntado incluso desde Naciones Unidas. Pero no a cualquier precio, habría que añadir. El mes próximo podríamos encontrarnos con 17 formas distintas de comenzar el curso en las otras tantas comunidades autónomas españolas, lo que no parece muy de recibo. Poner en riesgo a cientos de miles de profesores y alumnos sin las medidas oportunas resulta del todo temerario. Las normas en los comedores, las salidas al patio, las actividades extraescolares, la adaptación del temario o cuestiones tan básicas como la utilización del material común y su desinfección, son aspectos que se tendrían que precisar con suma exactitud para evitar males mayores. Se hace necesario y urgente aclarar todo esto por lo que nos estamos jugando y porque, como dijo el clásico, cuando se está en medio de las adversidades, ya es tarde para ser cauto.

[eldiario.esMurcia 20-8-2020]

Freud y el emérito

En 1976, el Gobierno español manejaba encuestas que alertaban de que, en un hipotético referéndum sobre monarquía o república, se hubiera inclinado la balanza hacia esta última opción como forma de Estado. Así lo reconoció en 1995 el expresidente Adolfo Suárez mientras grababa una entrevista televisiva con la periodista Victoria Prego. En un momento dado, Suárez se tapó el micro de corbata -lo que no impedía que se le escuchara- y confesaba este sorprendente hecho, revelado unos cuantos años después. Destacaba Suárez que fueron algunos jefes de gobiernos democráticos europeos, a instancias del líder socialista Felipe González, los que le demandaron que hiciera esa consulta al pueblo español. Sin embargo, Suárez llevó a cabo una más de sus jugadas de avieso prestidigitador, introduciendo al rey y a la monarquía en el proyecto de ley de Reforma Política, aprobada por las Cortes franquistas en noviembre y sometida a referéndum el 15 de diciembre de 1976.

La amistad del entonces príncipe Juan Carlos de Borbón y Adolfo Suárez se había fraguado en los últimos años del franquismo. El primero puso sus ojos en el entonces gobernador civil de Segovia -y después director general de Radiodifusión y Televisión- para encauzar al país desde una obsoleta dictadura hasta un régimen democrático. Debió de ver en él a ese «chusquero de la política», como el de Cebreros llegó a definirse en alguna ocasión, y en todo caso a alguien capaz de enfrentarse a cuanto se le cruzase en el camino. El poder de seducción con los sucesivos jefes del Ejecutivo por parte del monarca tuvo su punto álgido en 1982, con la llegada al poder de Felipe González, sin duda, y pese a su pedigrí republicano durante la Transición, el presidente del Gobierno con el que mejor ha sintonizado Juan Carlos I en sus 40 años de reinado. No es de extrañar que esa química se traduzca en la defensa que el que fuera líder socialista español ha hecho últimamente, y de forma pública y notoria, del denominado rey emérito. Todo ello, junto a esa imagen proyectada por el monarca como mejor embajador español fuera de su país, contribuyó a que el sentimiento monárquico recalara poco a poco en la sociedad española, hasta el punto de reconocerse muchos ciudadanos más ‘juancarlistas’ que otra cosa.

Durante muchos años, quizá demasiados, en los medios de comunicación españoles se instauró un pacto -no escrito- de no agresión contra la monarquía. Solo desde el extranjero saltaban en ocasiones noticias sobre ciertas conductas ‘poco apropiadas’ del monarca. Otro capítulo aparte merecería el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, cuyos ejecutores siempre esgrimieron que actuaban en nombre del rey desde su primer movimiento. Lo cierto es que un simple gesto suyo de complicidad hacia los militares sublevados hubiera supuesto que el Ejército lo secundara como un solo hombre. Sin embargo, su discurso en esa larga noche, ataviado con el uniforme de capitán general y ante las cámaras de TVE, ya entrada la madrugada y unas cuantas horas después del asalto al Congreso de los Diputados por el teniente coronel Tejero, le supuso pasar a la historia como el freno definitivo frente a la asonada, cuyo papel estelar recayó en dos generales de profundas convicciones monárquicas: Armada Armada y Jaime Milans del Bosch. Al primero, segundo jefe del Estado Mayor del Ejército, el monarca no le autorizó a desvelar -con objeto de utilizarlo por su defensa durante el juicio, en el que lo condenaron a 30 años de prisión- el contenido de una entrevista que ambos mantuvieron diez días antes del intento de golpe. Mientras, el segundo, entonces capitán general de la III Región Militar con sede en Valencia, sospechaba de ciertas veleidades republicanas que no disimulaban algunos de sus compañeros, al frente de otras demarcaciones castrenses, un hecho que llegó a comunicar telefónicamente esa misma noche al rey. Ya más recientemente, una persona muy ligada en el pasado al monarca -y hoy en pleno candelero mediático- llegó a acusarle de padecer una enfermedad concreta: la de la deslealtad.

La enorme y evidente transformación del país, su integración en Europa, su modernización y el desarrollo experimentado desde su llegada al trono en 1975, por designación directa del generalísimo Francisco Franco en 1969, se ha visto empañada por unos acontecimientos que han conducido a Juan Carlos de Borbón a tener que verse obligado a abandonar su tierra. Tremenda paradoja para alguien que retornó a España siendo aún niño, con objeto de formarse como futuro rey en la universidad y en las academias militares, aceptando incluso el trance de sortear los derechos dinásticos depositados en la persona de su padre, Juan de Borbón, por su abuelo, el rey Alfonso XIII, que murió en el exilio.

La 1 de TVE emitió este viernes un documental sobre Juan Carlos I, realizado entre 2014 y 2015 por el cineasta hispano-francés Miguel Courtois y coproducido por RTVE y France 3. Aún me estoy preguntando los motivos por los que los anteriores directivos de la televisión pública lo mantuvieron ‘congelado’ desde hace un quinquenio sin que pudiera ver la luz en España. Ay, cuánto daño ha hecho ese afán proteccionista con todo lo que rodeara a la corona, instalado durante tanto tiempo en algunos estamentos de la sociedad española…

Felipe VI, su único hijo varón y heredero, quiso marcar distancias desde el primer momento. Conocedor de las peculiares vicisitudes de esa casa, no tuvo empacho en poner tierra de por medio con su hermana Cristina, tras los desmanes protagonizados por su cuñado Iñaki Urdangarin. E incluso renunciando a una envenenada herencia paterna. Pero ahora le ha tocado lidiar, quizá, con algo mucho más complicado y difícil, máxime cuando su predecesor no está dispuesto, de ninguna de las maneras, a que lo despojen de su título real tras la abdicación. El genio del psicoanálisis, el neurólogo austriaco Sigmund Freud, utilizaba una dura expresión metafórica para describir ese momento en que uno debe romper amarras definitivamente con el progenitor para volar por su cuenta. Lo denominaba, con toda la crudeza que se quiera, matar al padre, algo tan dramático como drástico, aunque haya quien mantenga que, como en toda relación paternofilial no siempre el primero sea desechable del todo ni el segundo, suficiente.

[eldiario.esMurcia 7-8-2020]

El calvario de Eleazar

 

Eleazar Blandón, en una foto que envió a un portal de anuncios solicitando trabajo

“El periodista, ¿nace o se hace?”, solía preguntarme a menudo, en tono socarrón, un veterano compañero de la radio en mis comienzos. Lo que sí sé es que el periodista no descansa, solía contestarle. Ni siquiera en vacaciones. Periodista se es 24 horas al día, 365 días al año y, si me apuran, toda la vida.

Desde que el sábado supe de esta historia, no dejé de darle vueltas. Estoy de descanso, es verdad, pero no me pude abstraer ante lo ocurrido este pasado fin de semana. Este sábado, en el campo de El Esparragal, en el término municipal de Puerto Lumbreras, un grupo de temporeros se encontraba trabajando a pleno sol. Las previsiones meteorológicas avisaban desde hacía días de lo dura que sería la jornada sabatina. Casi 44 grados y medio, la temperatura más alta del país, se registraron en los termómetros de la pedanía lorquina de Zarcilla de Ramos, a unos pocos kilómetros de allí. Con todo, los responsables de esa explotación agrícola optaron por no aplazar la faena, obligando a las cuadrillas a trabajar en las horas centrales del día.

Después de toda una mañana cortando sandías bajo un sol de justicia, con un calor abrasador y poca agua a su alcance, uno de los jornaleros comenzó a dar señales de indisposición y debilitamiento por efecto de la insolación. Los que deciden en el tajo optaron, no por llamar directamente al teléfono de Emergencias 112 sino por subirlo a una furgoneta y trasladarlo a las inmediaciones del centro de salud de Sutullena, en Lorca, en cuya puerta lo abandonaron, avisando ahora sí telefónicamente a los servicios sanitarios. La indumentaria del hombre denotaba a lo que se estaba dedicando laboralmente cuando le sobrevino el episodio. Cuando la ambulancia llegó, poco pudieron hacer los componentes de su equipo por rehabilitar a aquel hombre, de 42 años, nacionalidad nicaragüense y sin contrato ni papeles en regla en España, como más tarde confirmarían las autoridades correspondientes. En la mañana del domingo, la Guardia Civil detenía al responsable de este grupo de trabajadores, un hombre de origen ecuatoriano y de unos 50 años de edad, cuyo cometido es el de seleccionar temporeros pero que, en ningún caso, era el propietario de la finca. Este lunes quedaba en libertad tras declarar ante el juez por vídeoconferencia.

Quise saber más, a primera hora de este lunes me puse a ello, de ese desdichado jornalero que, en otras circunstancias, pasaría desapercibido entre tantos inmigrantes como trabajan en nuestros campos. Contacté con algunos exiliados nicaragüenses en España que me confirmaron que se trataba de Eleazar Blandón Herrera, de 42 años, natural del departamento de Jinotega, una región masacrada por las guerras históricamente en ese país. Casado, con su mujer embarazada y con varios hijos que allí quedaron, Eleazar llegó a España, vía Bilbao, el 20 de octubre del año pasado «huyendo del régimen sandinista y de la represión del dictador Daniel Ortega«, según me aseguraron esas fuentes, por lo que había solicitado asilo político en nuestro país. Allí había participado en manifestaciones y protestas contra el Gobierno, por lo que recibió severas amenazas de advertencia sobre su seguridad y la de sus hijos. Vino hace unos tres meses a la Región de Murcia procedente de la vecina provincia de Almería, donde reside una hermana, de nombre Ana Patricia. Encontró trabajo en la agricultura, recolectando sandías de sol a sol, de 7 de la mañana a 6 de la tarde por unos 30 euros diarios y en función de la carga que suban a los camiones. Aún no tenía regularizada su situación legal de residencia, por lo que su relación contractual era precaria. Trabajaba en lo que hiciera falta con tal de sacarse un jornal con el que ir viviendo y enviar algo a los suyos. No lo tuvo fácil; y menos aún con el trato recibido por los jefes y alguno de sus compañeros de la cuadrilla, que solían mofarse de él. Lo suyo sí que fue un exilio duro y en directo, no como esos otros reales que resuenan en diferido. Ahora, repatriar su cuerpo no está al alcance económico de su familia, que ya ha pedido ayuda solidaria a través de las redes sociales. Y nunca en mis cuentas, sobre todo en Facebook, un post había tenido semejante repercusión como los que colgué sobre este lamentable asunto.

Que las generalizaciones son odiosas, ya lo sabemos; la totalidad de los empresarios agrícolas en esta Región no son unos explotadores insensatos e insensibles frente a la condición humana. Pero sí hay algunos de ellos que más bien parece que aún están instalados en la creencia de que aquí todavía uno se pueden regir por leyes esclavistas, como las que antaño estaban en vigor en los estados sureños de los Estados Unidos de América, allí donde Alex Haley situó su novela ‘Raíces’, demoledora y cruel historia del esclavo de origen africano al que todos llamaban Kunta Kinte.

Es evidente que este jornalero nicaragüense murió, según el parte médico, por efecto de un golpe de calor, provocado por un delito flagrante de sus jefes, que se saltaron los mínimos preceptos contenidos en las leyes de prevención y salud laboral. Una fuente consultada en la Inspección de Trabajo me reconoce que no tienen suficientes efectivos para controlar las cientos de explotaciones agrarias repartidas por la geografía regional, por lo que no es de extrañar que ocurran estas cosas. Y no, no es la primera vez que esto pasa, por lo que, de una vez por todas, la legislación, aunque fuera de oficio, debería caer con todas sus consecuencias sobre esos perfectos sinvergüenzas que consienten que, en pleno siglo XXI, existan seres humanos trabajando a casi 50 grados de temperatura a costa de sus propias vidas.

[eldiario.esMurcia 4-8-2020]