Donde no esté ella

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En julio pasado, José Manuel Claver confesó al periodista Daniel Vidal en las páginas del diario La Verdad de Murcia que en 1994, antes de cumplir los 40 años, los médicos le detectaron un tumor en el colon y metástasis en el hígado y que no le dieron más de tres meses de vida. Entonces, no se lo dijeron a él, explicaba, sino a su mujer. Desde esa fecha, lo operaron hasta seis veces. Claver era en aquel tiempo un prometedor teniente coronel jurídico de la Armada. La vida lo sometió a esa dura prueba y decidió pasarse a la reserva. Sería a partir de entonces cuando comenzara a asesorar al Sindicato Central de Regantes del Tajo-Segura, cuya presidencia alcanzaría en 2009.

Este verano se sometió a una de sus habituales revisiones médicas. Lo hizo en Torrevieja, su lugar de vacaciones. La cosa no fue como se esperaba por lo que se le trasladó al hospital universitario Virgen de la Arrixaca de Murcia donde, tras mejorar, sufrió una recaída al verse afectado por una bacteria detectada en ese centro hospitalario. Ingresó en la UCI, donde falleció hacia las 4 de la tarde del martes, día de la romería en la capital del Segura.

Aquella deliciosa entrevista, en la que Claver tenía sobre todo palabras de amor y eterno agradecimiento para su mujer [“No recuerdo nada donde no esté ella”, reconocía emocionado al periodista], suena hoy como una especie de testamento vital de un hombre convencido de una idea. De alguien que se consideraba un superviviente nato, al tiempo que un privilegiado. Y de un luchador que creía que el agua era realmente la vida, pero con profundo conocimiento de causa y sin demagogia populista. Ni siquiera fue demagogo cuando su entrevistador le preguntó por sus preferencias culinarias; mientras otros hablan, fingiendo y simulando, de guisos y potajes de su madre o su parienta, Claver fue claro y directo: los langostinos del Mar Menor, aunque ese mar no esté ahora como debiera, apostillando: “Y el que no los quiera porque tenga aprensión, ¡que me los pase!”.

Ética y estética

Decía Valle-Inclán que la ética era lo fundamental de la estética. Cuando en 1994 el grupo Els Joglars fue distinguido con el Premio Nacional de Teatro, su director, Albert Boadella, dijo que «la oficialidad no estuvo con nosotros en los momentos difíciles; ahora resulta que sí les ha convenido, seguramente porque se han agotado todos los premiables; pero a nosotros ahora no nos conviene… es un problema de estética». Y, para sorpresa de muchos, lo rechazó.

El gesto de grupo catalán provocó una sensación de sonoro desaire para con la Administración –socialista, en aquellos años– que concedía el premio ex aequo a ellos y al que había sido director del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, Guillermo Heras.

A Boadella, díscolo como siempre, tampoco le gustaba que ese premio se concediera anualmente de dos en dos y por ello manifestó su protesta señalando que era algo que solo ocurría en teatro, “por lo que me parece que queda muy deslucido. Renunciamos rotundamente no solo al honor sino al dinero  –2,5 millones de pesetas–, que se lo den al señor Heras que ha sido un funcionario obediente, nosotros no hemos sido obedientes ni lo vamos a ser jamás».

El director de Els Joglars siguió argumentando su rechazo al galardón. Y lo hizo desde el dolor de los años en los que precisaban apoyos y no los tuvieron, cuando la sensación de que estaban solos les envolvía y los premios desaparecieron para ellos como por encantamiento. Desde la década anterior, con la llegada del PSOE al poder, la compañía vio cómo sucesivamente se les negaba esa distinción, lo que provocó que Boadella expresara con su gracejo habitual que era un premio otorgado “a todo ‘quisqui’”. Pero reconoció la valentía del jurado al conceder el premio a la obra El Nacional, un montaje que abominaba, precisamente, de la cultura de Estado.

En su explicación posterior, el dramaturgo catalán concretaría su rechazo “por sentirnos suficientemente premiados por el fervor que nos ha dispensado el público español, especialmente en los momentos difíciles, cuando nadie se atrevía a concedernos un premio oficial».

Otro ejemplo es el del escritor Javier Marías, al que le llovieron las críticas por rechazar el Premio Nacional de Narrativa. Algunos quisieron ver en esa acción un oscuro trasfondo. Y ello, a pesar de que el autor de Los enamoramientos venía reiterándolo. Llegó a decir que, tras años de manifestar que jamás aceptaría remuneración o premio procedente del erario, cambiar de opinión sería poco menos que una sinvergonzonería.

Parece que, en estos tiempos yermos y aunque haya quien no lo quiera entender, aún hay gente capaz de dejar pasar un cáliz, no deshacerse como un flan ante la lisonja y asegurar, como Groucho Marx, que nunca pertenecerían a un club que les admitiera como socios. Algo que resulta tan extraño.

[‘La Verdad’ de Murcia. 6-9-2016]