Cuando uno crece bajo el fascismo, luego se encuentra ante la nada, vino a decir Günter Grass hace unos días al presentar en España su autobiografía, Pelando la cebolla. Miembro de las juventudes hitlerianas por las que dice fueron seducidos “pero también nos dejamos seducir”, a finales de la Segunda Guerra Mundial fue destinado a una de las divisiones de las Waffen-SS, aunque no disparó un solo tiro ya que resultó herido, cayendo en manos del ejército norteamericano. “Ese recuerdo se enquistó en mí, lo he tenido encapsulado en la memoria, y ha sido ahora, en este libro, cuando ha llegado el momento de contarlo”, reconocía el escritor, premio Nobel de Literatura en 1999.
* Dos extractos de Pelando la cebolla, mi actual lectura.
[1]… el recuerdo se asemeja a una cebolla que quisiera ser pelada para dejar al descubierto lo que, letra por letra, puede leerse en ella: rara vez sin ambivalencia, frecuentemente en escritura invertida o de otro modo embrollada.
Bajo la primera piel, todavía secamente crepitante, se encuentra la siguiente que, apenas separada, libera húmeda una tercera, bajo la que aguardan y susurran la cuarta y quinta. Y todas las siguientes exudan palabras demasiado tiempo evitadas, y también arabescos, como si algún traficante de secretos, desde joven, cuando la cebolla todavía germinaba, hubiera querido encriptarse.
[2] Cuando, en marzo del cincuenta y ocho, tras algunos esfuerzos, me expidieron un visado para Polonia y viajé desde París, pasando por Varsovia, para buscar en la ciudad de Gdan´sk, que surgía de los escombros, las huellas de la antigua ciudad de Danzig, después de haber encontrado y escuchado suficiente material narrativo tras fachadas en ruinas que quedaban en pie y a lo largo de la playa de Brösen, y más tarde en la mesa de lectura de la biblioteca municipal, así como en el entorno de la aún intacta escuela Pestalozzi y por último en las cocinas cuarto de estar de dos empleados de correos supervivientes, fui al campo a visitar a los parientes que sobrevivieron. Allí, a la puerta de una choza de aldeano, fui saludado por mi tía abuela Anna, madre del cartero fusilado, con una frase imbatible: «Vaya, Günterito, qué grande te has hecho».