La crisis que sucedió a la recesión

 

Él trabajaba en la construcción hasta que la maldita crisis, a la que primero se le llamó eufemísticamente recesión, lo mandó al paro. Ganaba unos 1.200 euros netos al mes subido en el andamio. Ella, como empleada de hogar por horas, completaba los ingresos para ir viviendo. Su hipoteca ronda los 600 euros mensuales. Tienen dos hijos menores de edad. Lo que entraba en casa hace unos meses se ha visto reducido a una exigua cantidad: apenas 900 euros. Y vivir con 300 euros al mes cuatro personas se hace tarea harto complicada cuando los gastos superan ampliamente a lo que se ingresa. Han pensado en vender el piso y marcharse de alquiler. No lo tienen fácil. A estas alturas, casi nadie quiere o más bien puede comprar.

En los pasados años de bonanza, cuando se vendían los duros a cuatro pesetas -como se decía antes de la irrupción del euro- el banco les había concedido el préstamo sin mayor problema. La gallina de los huevos de oro parecía que nunca dejaría de incubar.

Ahora, la vida de esta familia ha desembocado en un comedor social al que acuden a diario. No hace mucho, a estos lugares llegaban masivamente inmigrantes o mendigos. Hoy el riesgo lo que se da en llamar exclusión social alcanza también a los que en la sociedad actual denominaríamos gente normal y corriente, sin menosprecio para los antes citados.

En Cáritas cuentan que el porcentaje de españoles que acuden pidiéndoles ayuda respecto a los extranjeros ronda ya el 60 frente al 40 por ciento. Y que un 70% de los menores ha nacido aquí. Aseguran que la cosa se puso peor desde el pasado mes de febrero. Tanto que en muchos sitios acabaron en el primer semestre con lo presupuestado para todo el año. La situación es para muchos desesperante.

Hoy, sin ir más lejos, un hombre de 44 años ha muerto tras quemarse a lo bonzo frente a un centro de servicios sociales en Murcia. Alguien que le conocía ha explicado que hablaba a menudo con la asistente social, que recibía ayudas y que vivía en un barrio deprimido de la ciudad. Como macabra paradoja, una hora antes de que ocurriera tan fatídico suceso, un individuo dejó una nota en un comercio de esa misma barriada anunciando idénticos propósitos. Se especulaba con que pudiera tratarse de la misma persona. Uno no acierta a saber qué grado de desesperanza albergaría en su mente el suicida para hacer lo que ha hecho. Fue Tolstoi el que dijo que la muerte no era más que un cambio de misión. Sólo faltaría que en el más allá también estuvieran en crisis. O en recesión económica.

 

¡Oh, es él!

 

 

Resulta evidente que se trata de una voluntaria. Y casi también se adivina que es demócrata. Digamos que ella se enorgullece de ambas cosas. Luego está el muñequito del candidato, como el de los novios que coronan una tarta nupcial. Se ve a madres con sus hijos en las rodillas atendiendo el teléfono. Esos retoños, demócratas en ciernes, son el futuro de una nación.

De repente, Oh, My God!, aparece él. Entra en mangas de camisa, saluda a uno de ellos y bromea sobre su barba. Saluda también a los infantes y a sus madres e incluso coge a uno de los pequeños en brazos, una niña, entre exclamaciones complacidas mientras las cámaras digitales dejan constancia del hecho para la posteridad. Tras recibir algunas explicaciones, el candidato atiende el teléfono. “¿Señor Martínez? Soy Barack Obama, ¿cómo está?”, se le oye decir. Estamos a la caza y captura del voto hispano. Tras una breve charla, el candidato dirige una alocución al voluntariado. Tras él, un niño ataviado con lo que parece una armadura, le escucha atento. El candidato se vuelve y le dice algo que todos celebran con risa generalizada. Estamos en Colorado e intuyo que podría haberle dicho: Tendrás que dejármela para cuando me instale en Washington y tenga que medirme a los gladiadores que por allí habitan. Son apenas tres minutos y medio. Elocuentes, sin duda. 

Acuse de recibo

La verdad es que había especulado muchas veces sobre cómo sería su vida si, a su ya madura edad, alcanzaba la posibilidad de hacer lo que le diera la gana. Un día de diciembre se dio de bruces con la cruda realidad: su empresa podría prescindir de él y a cambio lo mandaría a casa con un buen sueldo que empalmaría con su jubilación. Se felicitó por ello y dijo que dedicaría su tiempo a leer los libros que no leyó, a pasear los trechos que no anduvo y a cultivar su espíritu, últimamente un tanto descuidado. También a hacer algo de ejercicio, a caminar por la huerta, mientras veía crecer las plantas y a embriagarse de esos olores tan singulares de sus lejanas excursiones escolares. También pensó que escribiría, más aun de lo que lo hacía hasta entonces. Y quizá escribiera relatos que desembocaran, quién sabe, en un libro. Y si le quedaban ganas, incluso llegaría a matricularse en la Universidad, una vieja aspiración que tenía desde joven.

Comenzaron a pasar los días y desde su nueva situación optó por cambiar algunas cosas. Se levantaba hacia las 10 de la mañana, desayunaba y leía la prensa, se aseaba y salía a dar un paseo. Solía encontrar y hablar un rato con algún conocido en el trayecto; generalmente, jubilados. A mediodía tomaba un ligero aperitivo y hacia las 2 se dirigía a un bar del pueblo donde compartía el menú el día con obreros e inmigrantes, con alguno de los cuales, incluso, trababa conversación sobre cuestiones a veces intrascendentes mientras acompañaba el café con un purito. Por la tarde se echaba una pequeña siesta para, hacia las 5, salir a andar un rato. Merendaba y luego leía durante unos tres cuartos de hora, más o menos. Algunas veces, generalmente los miércoles, iba al cine. Cenaba, y bien volvía a leer el libro que le ocupaba o visionaba en la tele algo que le interesara: quizá un programa de debate o una película atrayentes. Hacia medianoche, el sueño le asaltaba y se acostaba hasta el día siguiente. Solía dormir bien.

En los primeros meses de esa nueva vida no consideró esa programación de su existencia como algo rutinario. Simplemente, se dejaba llevar. Un día, el cartero le dejó en el buzón de su casa un aviso de certificado. Tras recogerlo, acudió a la oficina de Correos inquieto por lo que pudiera ser. Era una carta con acuse de recibo en la que le comunicaban que había ganado un prestigioso premio literario cuando ya casi había olvidado que hacía meses que envió el original al concurso. Supuso que, sin rebasar la cincuentena, su actual vida cambiaría y que, posiblemente, se acabaría aquella existencia monacal que llevaba en el pueblo desde hacía unos cuantos meses. Arrugó el papel y lo rompió en mil pedazos ante la atenta mirada del cartero, que era su amigo.

-¿Qué te decían?, le preguntó ávido el funcionario postal.

Nada, una multa del radar de la Guardia Civil de Tráfico, acertó a contestarle.

De la aflicción por un hijo

 

Muchas veces he reflexionado en mi soledad sonora, que decía el poeta, sobre la sensación que experimenta un ser humano cuando vuelve a su casa tras enterrar a un ser querido. Y más doloroso aún supongo que resultará si esa muerte acaeció en alguien generacionalmente posterior a nosotros; por ejemplo, un hijo. Uno, que nunca quisiera verse afligido en esa coyuntura.

Cuenta al respecto Julio Anguita en su obra autobiográfica Corazón rojo que el grito más desgarrador que haya oído en su vida salió de la garganta de su ex mujer el día en que éste le comunicó que el hijo de ambos, periodista en zona de conflicto, había muerto por disparos durante la invasión de Irak.

Ahora he rebuscado en mi interior sobre este tema al acordarme de alguien cercano que acaba de atravesar por tan durísimo trance. Y me cuesta pensar en esa llave que abre la puerta de una casa donde alguien ya no estará jamás, donde nos llegaremos hasta su habitación y veremos sus enseres que ya no utilizará más, sus ropas, sus juguetes, su mochila, sus libros del colegio… La vida es muy injusta en ocasiones y privar de la existencia a una criatura es de lo máximo en ese sentido que nunca se puede llegar a comprender del todo. Si existen los ángeles, ellos debieran ser prolongaciones de estas vidas, tan inocentes y tan amargas en el último trance para quienes se quedan aquí, guardándoles la ausencia. Pesa sobre esos padres la pérdida de un ser desde el sentido protector inherente a su condición de tales, mientras repiten una y mil veces que no es posible, que es injusto o que no puede ser.

El eminente padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, que tanto y tan profundamente estudió la mente humana, reconoció sin dobleces que la pérdida de un hijo es algo insustituible. El también psiquiatra español Luis Rojas Marcos califica esa circunstancia como una de las experiencias más penosas que pueda sufrir un ser humano. Un hijo, al fin y al cabo, es una parte consustancial del proyecto que da sentido a nuestra vida. Y hasta algunos animales así lo entienden al verse en semejante tesitura. Este verano, sin ir más lejos, un gorila hembra acongojó a los visitantes de un zoo en la ciudad alemana de Muenster con sonoros lamentos de sufrimiento por la muerte de su bebé, al que aún sostenía en brazos como se aprecia en la fotografía de arriba. Alguien escribió certeramente una vez que hay dolores que matan, pero los hay más crueles: los que nos dejan la vida sin permitirnos jamás gozar de ella.

 

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*Ferguson, Ronaldo, Franco, el Madrid y Di Canio

El debate nuclear

 

Un día de la semana pasada almorcé con dos ingenieros nucleares. Confieso mi desconocimiento sobre la energía nuclear. Sí he leído al respecto que las 6 centrales existentes en España, y que aún se encuentran activas, aportan a nuestro país la quinta parte de la producción de electricidad; aparte, dicen sus partidarios, de ser primordiales en el suministro eléctrico, permiten por sus bajos costes de generación mantener precios reducidos de la electricidad así como que, al carecer de emisiones de CO2 o dióxido de carbono, ayudan a contener el cambio climático.

Por el contrario sus detractores, también lo he leído, son tajantes: la energía nuclear es costosa, peligrosa y sus residuos altamente contaminantes a largo plazo. El trágico accidente de Chernobil, ocurrido en 1986, permanece en el recuerdo perenne de quienes se oponen a esta forma de obtención de la energía.

La de Almaraz, Ascó, Cofrentes, Santa María de Garoña, Trillo I y Vandellós II son la media docena de centrales nucleares abiertas a día de hoy en España.

Se calcula que las casi 450 centrales nucleares que hay en el mundo generan el 17% de la energía que se consume en el planeta.

En los Estados Unidos de América, por ejemplo, funcionan actualmente 104 que proporcionan el 20% de la energía eléctrica que precisan sus habitantes. Este asunto, el de la energía nuclear, a diferencia de otros, sí que ha marcado distancias en la campaña electoral por la presidencia de los candidatos republicano y demócrata: así, mientras John McCain apuesta abiertamente por construir 45 nuevas centrales, Barack Obama se niega en redondo.

Sobre el futuro se cierne la duda: ¿es la nuclear la energía que precisamos para hacer frente a la enorme demanda del planeta? Dos pilares han de servir para responder a ese interrogante: el elevado precio del petróleo y el protocolo de Kioto. El barril sube y sube mientras Kioto pende como una espada de Damocles sobre nuestros gobernantes. Los países han de controlar sus emisiones de gases de efecto invernadero y, ya se sabe, la obtención del petróleo, el carbón o el gas es altamente contaminante.

Que en general hay un profundo desconocimiento de la energía nuclear en España lo atestigua la anécdota que me contó uno de los ingenieros con los que comí la semana pasada. Las alumnas de un colegio de monjas fueron a visitar la central donde él trabaja. Una de las hermanas, sotto voce, preguntó al encargado de mostrarles las instalaciones: Señor, algunas niñas han venido con la regla, ¿cree que habrá algún problema como consecuencia de la visita?