El combate de la prensa

‘Un país vale a menudo lo que vale su prensa’, escribió el 31 de agosto de 1944 Albert Camus en uno de sus celebrados editoriales de Combat. A ese texto suele remitirse con frecuencia Edwy Plenel, quien fuera director de redacción de Le Monde y fundador de uno de los proyectos periodísticos más novedosos y ambiciosos surgido en Francia en los últimos años. Se trata del diario digital Mediapart, una publicación de pago, sin publicidad, controlada por una treintena de periodistas –generalmente veteranos y curtidos–, con más de 60.000 suscriptores que abonan 9 euros al mes y con un volumen de negocio que este ejercicio podría llegar a superar los 6 millones de euros.

El ‘caso Bettencourt’ ha sido uno de los asuntos-estrella desvelados por este periódico on-line. Fundado en marzo de 2008, Mediapart pretendía dar la réplica a la crisis democrática, económica y moral que, aseguraban, asolaba al país. Su enfrentamiento visceral con el Gobierno de Sarkozy ha sido cruento. Tampoco guardan un especial afecto por François Mitterrand, por ejemplo, al que Plenel responsabiliza de concentrar demasiados poderes en torno a la jefatura del Estado.

Ahora se busca aplicar esta fórmula en España, a través del proyecto infoLibre que impulsa el exdirector de Público, Jesús Maraña. Son éstos, tiempos de tempestades para la prensa y conseguir sacar un velero en esas condiciones se me antoja harto complicado. Sin embargo, nada es imposible y menos si no se intenta. Y es que volviendo la vista a Camus y a aquel legendario editorial, “si logramos que esa voz sea la de la energía y no la del odio; de la altiva objetividad y no de la retórica; de la humanidad más bien que de la mediocridad, entonces mucho se habrá salvado y nosotros no careceremos de mérito.”

A palazos, contra la melancolía

Uno de los máximos exponentes del avant-garde, el norteamericano John Cage, a quien entusiasmaba recolectar setas, solía decir que no hacía falta renunciar al pasado al entrar en el porvenir y que, al cambiar las cosas, tampoco era necesario perderlas. Estoy seguro de que a este músico, pero también filósofo, poeta, pintor y micólogo, le hubiese encantado llegarse un día hasta la ribera del Mar Menor, sentarse sobre el agua en la terraza de la Pescadería de Miguel, en Santiago, y degustar un caldero como Dios manda. Eso, si aún viviera Cage, le habría sido imposible desde que hace un par de años una ley muy administrativa pero muy poco sentimental, acabara con un local por el que tantos hemos desfilado. Qué cosas tengo: decir que una ley pueda tener sentimientos. Bueno, más bien los que no los tienen son aquellos que las dictan y que, al fin y al cabo, somos los hombres.

En 1965 comenzó su andadura en la playa de Barnuevo el negocio de El Mariche, sobre un terreno de dominio marítimo-terrestre, cierto es, pero con una concesión de explotación que se prolongaba a lo largo de casi 100 años. Sin embargo, la ley de Costas de 1988 la redujo a solo un cuarto de ese tiempo. Y hace dos, tras una dura batalla legal, ocurrió lo que muchos nos temíamos: que se acabarían los calderos, los sabrosos langostinos, el cogote de merluza de pincho, el atún de hijada a la plancha, los lenguados y salmonetes, la gamba roja, la hueva y los letones, las almejas de carril o las cigalitas… Y todo, con la garantía de la frescura que proporcionaba al producto tener contiguo al restaurante el mostrador de una imponente pescadería.

En varias ocasiones visité ese local. Lo hice desde niño y como tantos domingueros cuando el Seat 600 trasladaba a mi familia hasta la zona. Ya de mayor, un día, un grupo de amigos nos fuimos hasta allí con la excusa de celebrar algo. Comimos como reyes, en una jornada primaveral en la que el sol brillaba como nunca, o eso al menos me pareció a mí. También, en otra oportunidad, estuve allí con alguien a quien, como sentenciara Camus, nunca podría brindarle amistad después de la interrumpida travesía sentimental en la que ambos nos embarcamos una vez. De aquellas visitas guardo el mejor de los recuerdos, aunque ahora vea con tristeza que la pala ha actuado de forma inapelable, derribando un sitio que entrañaba no solo inolvidables recuerdos gastronómicos sino también vivencias entrañables que componen un proceloso existir. En fin, que vamos a ver si a palazo limpio acabáramos con la melancolía.

*La fotografía que ilustra este post es de María José Garcerán, de ‘La Opinión de Murcia’

El periodista ante el espejo

Hace unos cuantos años, los jefes del medio informativo en el que trabajaba me enviaron a entrevistar a cierto responsable político. Hasta su despacho me condujo su jefe de prensa. Después de la pertinente espera, la secretaria nos abrió la puerta de la estancia. Parapetado tras la mesa, el personaje en cuestión saludó y preguntó al acompañante: “Pero éste, ¿es de los nuestros?”.

La anécdota ilustra, bien a las claras, la impresión que en muchas ocasiones suelen tener los políticos de los periodistas. El maridaje entre unos y otros tiende a moverse con frecuencia en arenas movedizas. Difícil resultará hallar un político que sea capaz de entender al profesional de la información. De entenderlo y de aceptar sus posiciones éticas.

Por sistema, el gobernante ha visto en el periodista a un enemigo. Y sobre todo, si a éste se le considera independiente. Por eso se ha buscado históricamente su acercamiento al poder, a través de múltiples estratagemas. Una de ellas –quizá la más efectiva–, fue crear los denominados gabinetes de prensa, cuya intención inicial debió de ser la de canalizar la información pero que, al final, se convirtieron en un férreo cancerbero entre político e informador. Tratar a diario con muchos de esos profesionales instalados en sus departamentos supone un serio hándicap nada sencillo de sortear. Da la sensación –bien es cierto que hay excepciones reseñables– de que algunos están ahí más que para facilitar el trabajo de los compañeros, para dificultarlo. Cuando un periodista abandona una trinchera –la del periodismo puro y duro– para instalarse en otra –la del aparato gubernamental–, traiciona los principios más elementales de la profesión. Y quizá su fundamento mismo: contar a los ciudadanos lo que realmente pasa y no lo que otros quieren que crean que está pasando.

Una de las máximas de George Orwell era que la libertad de expresión consistía en decir lo que la gente no quería oír. Los periodistas que dan el salto a la política –que siempre los hubo– suelen padecer una especie de síndrome de Estocolmo. Recuerdo lo que me dijo una vez un conductor del parque móvil ministerial con varias décadas de trabajo al volante: “Yo no sé qué tiene el asiento de atrás que, una vez que se posan en él, les cuesta horrores abandonarlo”. Algo así ocurre en este caso: se está mejor al abrigo del poder que a la intemperie por resultar crítico y molesto.

La utilización del periodista por parte del político es una práctica que se pierde en la historia de los tiempos. Mientras éste sea dócil con el poder, su subsistencia estará garantizada. Ahora bien, el problema surgirá en el momento en que se abandone el guion preestablecido. En ese instante, toda la maquinaria se volcará sobre el informador para hacerle notar, más que nada, quién controla la situación. Porque ser independiente, en el periodismo como en la vida en general, tiene un alto coste. No se admite que no estés alineado con éstos o aquéllos. Ser hoy un verso suelto puede conducir al ostracismo y la postergación. Pero ello conlleva una recompensa: la de poder conciliar el sueño con la conciencia tranquila al ser consciente de que no le debes nada a nadie y que, cada mañana, puedes mirarte al espejo con la dignidad que se trasluce en el ejemplo que transmites a tus hijos.

[‘La Verdad’ de Murcia. 5-11-2012]