La fiesta terminó

El 9J, tal y como anuncié en una tertulia radiofónica en la que participo semanalmente, no fui a votar. Cuando en 1982 podía hacerlo por primera vez, me hallaba cumpliendo el servicio militar en un cuartel de Infantería. Es de suponer que aquellos militares, o al menos un buen puñado de ellos, no estuvieran por la labor de facilitarme las cosas para que solicitara el voto por correo y menos aún cuando las perspectivas eran de un amplio triunfo de los socialistas. No pude votar entonces por esa circunstancia, pero ahora lo he hecho por pura convicción.

No he votado porque me niego a participar en el juego de un sistema que posibilita que un friki como Alvise Pérez monte una candidatura de amiguetes, con nula infraestructura, amplificado todo desde las redes sociales, y obtenga tres actas de eurodiputado que le reportarán una pasta gansa durante un quinquenio. Ello a pesar de que el tipo dejó claro, en su particular campaña electoral, que optaba al Parlamento Europeo para obtener inmunidad y poder, desde sus foros, seguir insultando y mintiendo a su antojo.

El tal Alvise, un elemento descubierto para la universalidad por ese saltimbanqui de la política llamado Toni Cantó, durante su etapa en Ciudadanos, ha coqueteado posteriormente con la derecha y más allá hasta descubrir que él solito podía dar el salto definitivo. Y lo ha hecho con notable éxito, junto a dos colegas con los que se sentará próximamente en Bruselas y Estrasburgo. El Europarlamento, convertido en parte en un cementerio de elefantes donde recolocar a gente por sus servicios prestados, es una cámara en la que suelen instalarse en cada legislatura personajes con este jaez. Como antecedente, en 1989, el empresario José María Ruiz-Mateos obtuvo dos escaños, para él y su yerno, gracias a 600.000 votantes, alcanzando lo que ahora busca Alvise y que ha obtenido merced a sus 800.000 votos.

En la Región de Murcia, su lista ‘Se Acabó La Fiesta’ (SALF) fue la cuarta candidatura más votada el pasado domingo. Con más de 34.000 votos y el 6,5% de los sufragios, aseguran que su extrapolación a unas autonómicas le supondría tres escaños en la Asamblea Regional. Ver para creer en una tierra donde la derecha barre de nuevo a la izquierda de una forma casi humillante, emprendiendo el camino hacia aquellas mayorías absolutísimas que Ramón Luis Valcárcel, ahora en horas bajas, alcanzaba en sus años estelares.

La izquierda en esta Región sigue sin querer ser consciente de lo que se le viene encima. Parece que con alertar sobre el peligro de la llegada de la ultraderecha, ya tiene bastante. De derrota en derrota hasta la hecatombe final, que sería su práctica extinción. A los discretos resultados del PSOE se une la decepción de Sumar y la caída en picado de Podemos, fuerzas estas dos últimas por debajo del friki Alvise. Una izquierda regional que busca perseguir la estela de los personajes de ‘Los Otros’ (2001), aquella película de terror de Alejandro Amenábar en la que todos estaban muertos, pero ninguno lo sabía.

[eldiario.es.Murcia 12-6-2024]

Los días perfumados en San Antonio

La patria de todo hombre es la infancia, que dijo Rilke. Aunque nací en el sanatorio de la Fuensanta, en Murcia, mi casa familiar, entonces, estaba en el barrio de San Antonio de Alguazas. Una cesárea motivó el traslado de mi madre, por consejo de la comadrona Pilar Sánchez Cañas, para evitar complicaciones. Quizá por eso mi padre quiso hacer que constara en el registro civil que mi nacimiento fue en nuestro pueblo y no en la capital.

Abandonamos aquel barrio cuando mis padres decidieron edificar sobre la casa de mi abuela María y por ello nos trasladamos a la que se llamó calle Pinar y Sánchez Bravo, hoy de las Escuelas. Pero a comienzos de la década de los setenta regresé a él porque mi tía Dorita abrió allí una tienda de comestibles en la que, ahora lo reconozco, fuimos inmensamente felices. Mi abuelo Enrique y ella vivían en un piso situado justo encima de aquel establecimiento de la calle Heredia Spínola. Mi vuelta a aquella barriada supuso un reencuentro vital. Comprendí en esos días que la vida era como ir sobre una bicicleta en la que, si querías mantener el equilibrio, tenías que pedalear sin descanso. La academia del maestro Gregorio Martínez, los partidos de fútbol en la era del Molino, la acequia cercana y el río Mula, la consulta del practicante Modesto Asís, la barbería de Ginés Campillo -donde me inicié en la lectura de la prensa-, la zapatería de Marín, las oficinas del Butano Alarcón o las casas de tanta gente a la que quise y me quiso. 

El barrio de San Antonio, en aquellos años, parecía el escenario de una película del neorrealismo italiano, con personajes y decorados pintorescos. Había casas señoriales, como la de Paco y Remedios Serna, dos seres magnánimos e inmensos en su generosidad. Y las había modestas, como la de un amigo al que apodamos ‘El catalán’ y a la que yo acudía a jugar, en ocasiones, regresando a la mía con la ropa impregnada del olor al humo que desprendía su chimenea de leña. Allí estuve una tarde de Nochebuena y el recuerdo del calor de aquel hogar sencillo y humilde siempre me reconcilia con lo que puede llegar a ser la auténtica felicidad.

En la estrecha calle de Los Hernández jugábamos interminables partidos de fútbol. Solía hacerlo con chavales mayores que yo. Había que tener mucho tino y habilidad a la hora de patear el balón para no romper algún cristal de las puertas del vecindario. Me asombra ahora recordar lo benevolentes que eran, sobre todo, algunas de aquellas mujeres que nos permitían pelotear a nuestras anchas como si de un estadio olímpico se tratara.

En junio, las fiestas en honor a San Onofre y San Antonio tenían en el barrio connotaciones especiales, al estar allí ubicada la hornacina del segundo de los patronos. A las competiciones infantiles se unieron las verbenas y a ellas una multitudinaria comida, donde el arroz preparado por el cura Antonio Meseguer cobraba protagonismo, concluyendo con la procesión del santo en la que los mozos portaban y bailaban la imagen encaramada a un pequeño trono. Siempre me evocó aquello lo que en su ‘Caligrafía de los sueños’ describió Juan Marsé en torno a su barrio:En verano, durante los días perfumados de fiesta mayor, adormecida bajo un techo ornamental de tiras de papel de seda y guirnaldas multicolores, la calle alberga un grato rumor de cañaveral mecido por la brisa”.

Alguien dijo que la felicidad era la certeza de no sentirse perdido. En aquellos años, al menos los de mi generación, nunca nos sentimos extraviados en aquel barrio de nuestra infancia, donde los recuerdos siguen siendo los hilos prendidos de nuestra alma. Por eso ahora intentamos vivir mirando de reojo al pasado, pero enfrentándonos al futuro con el optimismo que nos permite el destino que nos aguarda; ello, a pesar de que, en ocasiones, la mezquindad busque horadar entre la mediocridad que impera, desde hace un tiempo, por quienes perpetran según qué decisiones para con los suyos. Aunque vivir sería tarea imposible si todo lo recordáramos; quizá el secreto estriba en lo que debemos y lo que no debemos olvidar.

[‘La Verdad’ de Murcia 11-6-2024]

El afecto y el respeto

Hace unos meses recibí en el medio de comunicación en el que trabajo un sobre procedente de la alcaldía de Murcia. Me sorprendió que aquella carta viniera a mi nombre. La abrí y encontré en su interior la fotografía que acompaña este artículo, en la que aparecemos charlando, en un pasillo de un centro universitario, el alcalde de la ciudad y quien suscribe. La foto, realizada por el fotoperiodista murciano Juanchi López, venía acompañada de un tarjetón en el que, escrito a mano con rotulador, se leía: “A Manuel Segura, con mi afecto y respeto de siempre. Un fuerte abrazo. José Ballesta”.

Al alcalde de la capital lo conozco desde su etapa de rector de la Universidad de Murcia, cargo en el que permaneció entre 1998 y 2006. Catedrático de Biología Celular en la Facultad de Medicina, había sido vicerrector anteriormente. Tras dejar el rectorado, decidió entrar en política, siendo elegido diputado regional por el PP y nombrado por el presidente Ramón Luis Valcárcel como consejero de Obras Públicas en 2007. En 2011, pasó a ocuparse de la cartera de Universidades. Y en 2015 optó a la alcaldía de Murcia por el PP, la obtuvo con el apoyo de Ciudadanos y revalidó el cargo en 2019 con el mismo socio de Gobierno.

La moción de censura de marzo de 2021, propiciada por el propio partido naranja y el PSOE, con el respaldo de Podemos, lo descabalgó de la alcaldía. En esos días, lo acompañé como informador a uno de sus últimos actos en una pedanía del municipio. Esa mañana lo vi serio, contrariado y circunspecto. En un momento dado, me acerqué a él, nos quedamos solos y le pregunté: “¿Qué vas a hacer ahora?”. A lo que me respondió con otro interrogante: “¿Tú qué crees?”. Le dije que suponía que volvería a la Universidad y que dedicaría más tiempo a los suyos. Que la vida seguía y que había que cerrar capítulos y abrir otros nuevos. Y me pareció que asentía con la cabeza.

Sin embargo, esa intención inicial se trastocó en los días o semanas posteriores. Es de suponer que en ello influyera poderosamente eso que se da en llamar su entorno político; un núcleo de personas que pulula alrededor de su figura, como abejas en torno al panal de rica miel, desde hace años. Algunas, procedentes de su lejana etapa en el rectorado. Otras, incorporadas a lo largo de las sucesivas responsabilidades que ha ido ostentando. Es cierto que el vaticinio que le hicieron entonces se cumplió con sobresalientes expectativas: que aguantara dos años en la oposición, prácticamente sin abrir la boca en los plenos, y que en 2023, ante el desaguisado en la gestión de los promotores de la censura, volvería al despacho principal de la Glorieta. No se equivocaron y Ballesta barrió aquella noche electoral, obteniendo una sólida mayoría absoluta, por lo que fueron muchos los que respiraron aliviados a su alrededor, exclamando alguno que otro: “¡Cuatro años más!”.

Un grupo de compañeros de diversos medios comentábamos esta semana la nula información que existe sobre el asunto del estado de salud del alcalde, lo que a su vez puede decir bastante del ejercicio timorato de un cierto periodismo, siendo autocríticos como poco. Y alguien ponía como contrapunto lo ocurrido con el rey de Inglaterra y su trascendencia a los medios británicos en una circunstancia similar. Pero está claro que ni el edificio consistorial de la Glorieta es Buckingham Palace, ni Ballesta es Carlos III.

Es evidente que hay que ser estrictamente respetuosos con las cuestiones que atañen a la salud, incardinadas en el plano personal y familiar de todo ser humano. Máxime si esas reservas parten del protagonista y es su voluntad reclamar el sigilo y cautela que merece. Por supuesto que alguien podría plantear que, al tratarse de una figura pública, médico de formación, su caso pudiera servir de ejemplo a quienes pasan por un trance parecido. Sobre todo por su admirable proceder, siguiendo al pie del cañón sin demostrar flaqueza, presidiendo un pleno a la semana siguiente de salir de un quirófano, algo que elogian y reconocen, incluso, sus adversarios políticos en la corporación. 

Lo que deseo, al que considero y me considera amigo, es el éxito completo en su proceso terapéutico y una pronta y eficaz recuperación. Lo hago desde esta reflexión sincera, con el mismo afecto y respeto de siempre, como él me expresó de su puño y letra, con indeleble tinta azul de rotulador, en aquel entrañable tarjetón que me hizo llegar hace unos meses y que guardo agradecido. Ojalá que así sea.

[eldiario.es.Murcia 2-6-2024]