Los que llevamos dentro un Antonio Vega

Aunque mi admirado Cormac McCarthy sostenga que olvidamos lo que queremos recordar y recordamos lo que queremos olvidar, me arriesgo a replicarle que no siempre es así. Etimológicamente, la palabra recordar significa volver a pasar por el corazón (en latín: ‘cor’, ‘cordis’). Este año, en mayo, se cumplió una década desde que nos dejara Antonio Vega, el chico triste y melancólico que anduvo por la cuerda floja, equilibrista de la voz y la palabra y, por ende, alquimista de una música que concibió como parte consustancial de la banda sonora de nuestra insultante juventud ochentera. Cada vez que aún resuena su ‘Chica de ayer’, no puedo por menos que retrotraerme al comienzo de esa década prodigiosa y vuelvo a verme deambulando por las tascas de la zona universitaria, quizá ese sitio de mi recreo, a la búsqueda de la mujer de algodón, de seda y de hierro puro, alguien con quien, a su lado, no sentirse nunca un perdedor. A Antonio Vega no le daba miedo la palabra madurez, aunque anhelaba que lo condenaran a la niñez, porque nunca la lluvia dijo al hielo qué calor. En tanto que silencio, brisa y cordura daban aliento a su locura, él no creía en más infierno que en la ausencia.

Hay quien sitúa el punto de arranque de lo que se dio en llamar la Movida madrileña en el concierto homenaje a Canito (José Enrique Cano Leal), el cantante y batería que murió atropellado en un desgraciado accidente ocurrido en la Nacional VI. Canito, amigo fraternal de primera hora de los hermanos Urquijo, antes incluso de que estos fundaran esa banda emblemática a la que llamaron Los Secretos. El concierto se celebró en febrero de 1980, en la Escuela de Caminos de la Politécnica madrileña, se difundió por la radio e incluso Carlos Tena y Diego A. Manrique lo retransmitieron en un indispensable ‘Popgrama’, referente musical de la época, por La 2 de TVE. Allí tocaron, entre otros, los Nacha Pop, con un emergente Antonio Vega junto a su otra mitad en el proyecto, Nacho García Vega, a la guitarra; más Carlos Brooking, al bajo, y Ñete, a la batería. Fue aquella una Movida que no se circunscribió a la capital de España, pues hubo otras dispersas por el resto del país. Y en ciudades pacatas y tediosas hasta entonces como Murcia, lógicamente, también. 

Es justo reconocer que existieron tres juglares malditos de aquel fascinante pop ochentero, de aquella movida irrepetible, y que ninguno se encuentra ya entre nosotros. El propio Antonio Vega, pero junto a él Enrique Urquijo y Germán Coppini. El alma de Los Secretos sostenía que esa nada iconoclasta España era un país en el que se daban pocas oportunidades, al tiempo que el líder de Golpes Bajos -y antes de Siniestro Total- nos recordaba desde su ortodoxa militancia que vivíamos malos tiempos para la lírica, sumidos en aquella fiesta de los maniquíes, no los toques, por favor…  

Dicen que el arte necesita de su dosis nostálgica. Gabriel García Márquez, en sus ‘Cien años de soledad’, nos invitaba a dormir, pero no por cansancio, sino por la nostalgia que nos producen los sueños. Hay noches en que uno se desvela recordando aquellos años, quizá idealizándolos en buena parte por esa misma añoranza de lo vivido. Antonio Vega confesó que no solía apuntar nunca nada en su agenda, ni siquiera las deudas. Quizá porque no le impresionaba, tanto como a otros nos impone, la palabra madurez. Lo pude comprobar, en primera persona, al apagar de un soplo las velas de la tarta en mi último cumpleaños o cuando escuché versionar la ‘Chica de ayer’ a mi hijo, con su ‘malvado’ grupo, en una plaza de nuestro pueblo, durante las pasadas fiestas patronales. Era eso de “la luz de la mañana entra en la habitación, tus cabellos dorados parecen el sol…”.

[‘La Verdad’ de Murcia. 5-7-2019]

Deja un comentario