La incultura instalada

Recobrada la democracia e iniciada la transición en nuestro país, en la mayoría de los pueblos y ciudades, al abrigo de las nuevas corporaciones que se constituyeron tras las elecciones municipales de 1979, los alcaldes y concejales de izquierdas se lanzaron a cambiar nombres de calles y plazas bautizadas durante el franquismo. Alguien muy cercano me contó que en uno de esos ayuntamientos, reunidos para ello, un edil le pidió al funcionario municipal de turno la lista del callejero para proceder a la modificación de los rótulos. El funcionario desglosaba una por una las denominaciones de las calles: Avenida del Caudillo, Millán Astray, General Mola, General Sanjurjo… Todas, sin excepción, fueron tachadas por orden del concejal que, por supuesto, ya tenía en cartera los nombres con los que sustituir las mencionadas placas. En algún caso primó la lógica y las calles recuperaron su nombre anterior, aun a pesar de no ser éste demasiado agraciado. En otros, a los militares del bando vencedor los sustituirían políticos de izquierdas, preferentemente socialistas o de la Segunda República: fue el caso de Pablo Iglesias, Indalecio Prieto, Largo Caballero

Aquel funcionario seguía con la retahíla de datos derivados del nomenclátor, llegando al apartado de los escritores, que comenzó a enumerar. Uno de los primeros fue Miguel de Unamuno. El edil le hizo parar, exclamando con evidente acritud: “Ese, fuera”. El funcionario le intentó hacer ver que aunque Unamuno apoyara inicialmente al bando nacional en la guerra, su calidad literaria le hacía acreedor para mantener una calle en el pueblo. “Que no, que ese fuera”, insistió el displicente concejal. Solo la intervención de un correligionario del mismo edil, quizá con más enjundia literaria que él, le hizo entrar en razones y el autor de Niebla pudo así conservar su calle en el municipio.

Viene todo esto a cuento de la decisión municipal –en este caso, de un concejal del PP– de cambiar el nombre de un teatro en la localidad almeriense de Huércal Overa. El recinto se venía llamando Rafael Alberti y este hombre, por su cuenta y riesgo, decidió que el autor de Marinero en tierra no merecía tal honor, quizá por haber sido comunista, algo que, como muchos sabrán, durante años se asoció en este país con seres dotados de rabos y cuernos.

Que durante todo este tiempo, desde hace más de tres décadas, una de las grandes preocupaciones en nuestros ayuntamientos haya sido cómo denominar sus calles, plazas y edificios nos evidencia, muy a las claras, los motivos por los que esta España casi se nos ha ido a pique. Y la incultura, instalada en determinados estamentos públicos y trufada de rencor y revanchismo, es la que conlleva episodios tan bochornosos como estos que aquí uno relata, no sin cierto sonrojo.