Una tarde en el burladero

 

Para el profano, ver una corrida desde el mismo burladero cambia por completo la tesis del espectáculo. A sólo un par de metros de distancia se percibe de primera mano el bravo mugir del morlaco, las onomatopéyicas expresiones acompasadas del diestro en la faena, el miedo reflejado en el rostro del miembro de la cuadrilla que acude al descabello, la agonía postrera del animal ajusticiado. Nadie debe entender aquello como un mero trámite. Quien se sitúa ante un toro de más de 500 kilos puede ser héroe o villano, según se juzgue la llamada fiesta nacional, pero nunca pasará por cobarde. En ésto, el callejón es un ir y venir de gentes entre los que los hay que parecen saber lo que hacen. En ello les va la vida. El tono reverencial hacia los maestros se reafirma a cada instante. Y todo parece tan sencillo…

 

Una tarde de domingo ferial asistiendo a una corrida en un burladero del viejo coso de La Condomina, con El Cid dejando la impronta de su singular estilo aunque El Cordobés fuese el que saliera por la puerta grande. Y entretanto, El Juli, fallón en exceso con el estoque en la suerte definitiva.